Curó a muchos enfermos

Por Fr. Héctor Herrera, o.p.

 Jesús entra en casa de Pedro. Siente el calor humano. Y hace lo contrario a los rabinos o maestros judíos. Se acerca a una mujer que está enferma, la toca y la sana. Era la suegra de Pedro quien se levantó a servirlos a la mesa. Esto es lo que nos narra el evangelio de Mc 1,29-39. ¿Quién es este Jesús Maestro, el médico que sana y que toca lo más profundo de nuestro corazón para sanar nuestros cuerpos y mente?.

La suegra de Pedro, simboliza la exclusión de las mujeres ancianas y enfermas, como hoy en nuestra sociedad representa a las mujeres sometidas a diversas formas de exclusión: “urge escuchar el clamor, tantas veces silenciado, de mujeres que son sometidas a muchas formas de exclusión y de violencia en todas sus formas y en todas las etapas de sus vidas” (D.A. No. 454)

Jesús es la respuesta de Dios en su lucha contra el mal. Y por eso muchos enfermos acudían a él (v. 32-33). Los liberaba y les daba vida, salud, felicidad, bienestar. Y nosotros como discípulos tenemos como tarea procurar la salud corporal, mental y espiritual para todos. Anunciar el reino de Dios nos exige sanar y rehabilitar a nuestros hermanos. Y por eso: “La Iglesia ha hecho una opción por la vida. Esta nos proyecta hacia las periferias más hondas de la existencia: el nacer y el morir, el niño y el anciano, el sano y el enfermo.

San Ireneo nos dice que “la gloria de Dios es el hombre viviente”, aun el débil, el recién concebido, el gastado por los años y el enfermo. Cristo envió a sus apóstoles a predicar el Reino de Dios y a curar a los enfermos, verdaderas catedrales del encuentro con el Señor Jesús”(DA. No. 417).

“Predicar el evangelio no es para mí motivo de orgullo, sino una obligación a la que no puedo renunciar” (1 Cor 9,16) nos recordará San Pablo. El evangelio no está sometido a los poderes de este mundo. Es un anuncio libre y gratuito, identificarse con los pobres y desvalidos: “Me hice todo a todos para salvar por lo menos a algunos. Y lo hago por la buena noticia” (1 Cor. 9,22-23).

Pero la predicación nace de la oración comunitaria, como nos enseña Jesús: “se levantó, salió y se dirigió a un lugar despoblado donde se puso a orar”. ¡Qué enseñanza más profunda! Nadie puede comunicar a Dios, su presencia, su cercanía, sino vivimos esa experiencia profunda de Dios. Sólo quien contempla a Dios, puede comunicar a Dios a los demás.

La respuesta de la mujer sanada es el servicio. Es predicar con el testimonio, la oración y coherencia de vida, que Jesús está en medio de nosotros, que nos envía a una misión para anunciar que la vida es un don de Dios. Y que todos estamos llamados a realizarnos como personas, compartir con el necesitado, descubrir la presencia de un Dios cercano, que nos ama, nos reconforta en las pruebas y que nos descubre la felicidad de aportar a los demás, la ternura y la comprensión de un Jesús que libera, sana, salva, integra a la comunidad y que nos hace exclamar con alegría: Padre nuestro te damos gracias por la vida y por tu amor, porque nos hace reconocer que todos estamos llamados a ser hijos tuyos, libres de cualquier atadura del mal.