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Eduardo Zúñiga Tuttiven: una convicción y una fe

Chimbote en Línea (Por: Guillermo Martínez Pinillos) Hay una cosa en la que he de coincidir con muchos. Es el hecho de que Eduardo Zúñiga Tuttiven está felizmente loco y que destaca como excéntrico renegón, acertado científico de quimeras y cuerdo hermano del pretérito; Eduardo linda con una linda locura.

Esa afirmación no tiene por qué ser objetiva, nace sólo de mi cariño. La vida me ha dado la fortuna de conocerlo. Satisfago un poco su ego sutil al afirmar que me privilegia considerarme amigo suyo y sustentarlo en abrazos, cafés y otros ritos consuetudinarios.

Es un placer mi oportunidad de acercarme a auscultar su feraz inteligencia - ante la cual he sido temerario- atreviéndome a jugarle bromas, hasta estimular su inmensa ternura de colega aprendiz y a la vez de maestro.

Cuando lo conocí ya era muy tarde para mí. Fue en la mitad de mis devaneos de proscrito y debo confesar –sin ninguna razón inteligente para ello- que fue simple como el fenómeno de la vida.

Algunas afortunadas coincidencias se alinearon en una única frecuencia perfectamente ordenada para la creación; marcadas por la fortuna del orden  aleatorio y la magia de la cuántica en los lados izquierdos.

Creo que habría sido otra mi vida de haber tenido su voluntad de preceptor en semejante Aristóteles de la edad de mi inocencia. No obstante tal vez fue mejor así. De lo contrario habría entendido a su tiempo el fenómeno físico del rozamiento durante el contento lúbrico de la adolescencia de Onán.

El ritmo de la mecánica - en todas sus dimensiones- y diversos tipos de ruedas; acaso el impulso de las fuerzas constantes. Habría entendido a tiempo la felicidad física de sus bigotes, la locura de su carente peinado, la tranquilidad de su media tarde y toda su angustia acelerada por la sedición. Esa eterna actitud revolucionaria de la ciencia, a la que debo tantos vanos desvelos.

Mi hermano Óscar lo conoció primero cuando tuvo la fortuna de estar enfermo y de recibir vistas ajenas.  La visita de Eduardo perpetraba, tarde a tarde, códigos impuestos al uso de las camas del Hospital Regional, bromeando -en el borde feliz del respeto- sobre absurdos  reglamentos de barchilones y facultativos, heredados a fuerza por las licenciadas en enfermería y médicos de caducos juramentos.

Los postulantes universitarios de los 90 recordamos el jirón Espinar que sufría entonces las complicaciones de la vida porteña. Entre ambulantes de combinados, frutas y ropa; altos decibeles del desorden de chamanes y entendidos, abrían paso a las escaleras de la academia Euclides de los hermanos Reyes Pereyra, donde fulguraba la luz de Zúñiga.

Era sin duda el sueño paterno del paso seguro a la universidad. Con il gesti y sus gritos de italiano porteño impartía algo más que una cátedra. Toda esa pila de adolescentes condenados al  examen de admisión, no llegamos siquiera a intuir que aquel físico, poco circunspecto, que enseñaba las leyes con la versátil dialéctica de los empujones, podía haber significado tanto en nuestras vidas, como lo fue para mí.

Con Eduardo hay muchos sombreros para colocarse enfrente de él. Eduardo y su bonete alegre de la risa. El birrete académico de su ciencia. La gorrita de compañero de campañas, el gremial, el de la jornada de lucha. La mitra de su ministerio. Eduardo y su quepí de militante; su morral garibaldino, su embozado jacobino  y su boina guerrillera. Yo lo he visto ponérselos todos y quitárselos también. Algunas veces frente a él, en el bar El Imán, el Chisita o la vieja Bodega Sánchez, he logrado preguntarle sobre sus muchas superficies en las que jamás ha dejado de ser el auténtico Eduardo que queremos.

Eduardo es un socialista de ambas manos y es diferente porque tiene fe. Nunca hemos hablado de la esperanza, yo sólo sé que tiene una fe que se sustenta en su radicalidad. Que no se le confunda con el extremismo. Su fe siempre nos hace volver entonces siempre a la raíz gaudiana del origen.

Entre otras cosas nos hemos confesado juntos a Benedetti y saboreado con la misma cuchara –sin duda la de Pedro Rojas-,  esa caña republicana de Vallejo;  hemos cantado los claveles, las rosas, los amaneceres y las esperas del buen Leonardo Fabio. Hemos amado la pintura, las calles, los bares, los libros y las servilletas. Hemos odiado también algunas líneas como estas que no son un homenaje, porque no quiero.

El loco Tutti tal vez no sea el maestro que todos quisieran, pero es el que todos debimos tener.