Volver al mar como una necesidad vital

(Por: Ricardo Ayllón) .- El gran marco creativo y estilístico de la actual narrativa peruana hace que las posibilidades de desentrañar sus formas y discursos sean cada vez más diversas. Así, se puede tomar como punto de referencia una característica singular dentro de su multiplicidad temática para abocarnos, consecuentemente, a un tópico específico.

Por ejemplo, aquel que conformarían aquellos libros que tocan el despliegue de una actividad humana en particular. De esta forma, si actualmente se habla mucho de la narrativa de la violencia (con aquellos libros que tocan temas concernientes al accionar de los frentes en conflicto durante la reciente guerra interna en el Perú), considero que, hasta donde esta clasificación lo haga posible, es legítimo hablar también de narrativa campesina, narrativa minera o narrativa de pesca.

La calificación de “narrativa de pesca”, en este caso, obedecería a la tradición de una importante vertiente abocada a temas de pesca marina, corpus que comprendería contenidos que tienen como particularidad la recreación de tal actividad (la pesca) en sus diversas variables.

Y al acompañarla de la presencia del mar me refiero, obviamente, a una en que la existencia humana constituye un elemento intrínseco para representar una remota aunque vigente convivencia. Desde la inmemorial referencia bíblica del profeta Jonás hasta épicas célebres como La Odisea, Moby Dick o El viejo y el mar, la literatura en el mundo permitió la gestación de un universo marino extraordinario, donde el narrador jamás dejó de intentar una versión distintiva. La pesca marina, en este amplio contexto, es para el narrador peruano fuente de inagotable fabulación.

Si bien es cierto que las narrativas de la Colonia, la Emancipación y los primeros años de la República acudieron esporádicamente al mar, fértil surtidor de historias escritas, éste nunca dejó de estar presente en el imaginario popular a partir de leyendas, mitos y sucesos fantásticos resurgidos y alimentados con los siglos. Gente humilde, como los pescadores de nuestro litoral, fue la que se encargó de mantener despierto tal antecedente narrativo, el cual ahora advertimos como representativo.

Mi propuesta, al hablar de narrativa de pesca, busca situarse en la existencia del pescador peruano como una posibilidad de reflexionar en sus designios particulares, tendiendo un puente hacia su mundo representado y a las actividades, personajes y situaciones que se mueven aleatoriamente para que sea factible el indagar más ampliamente en la identidad viviente de nuestro litoral.

En el caso de los libros de cuentos que formarían esta unidad temática se encuentran, entre otros: Las islas blancas. Relatos de pesca (1966) de Julio Ortega, Cuentos al pie del mar (1968) del pisqueño José Hidalgo, Del mar a la ciudad (1980) de Óscar Colchado Lucio, la selección Mar de alucinados, Historias de pescadores (Fondo Editorial del Pedagógico San Marcos, 2005) o el reciente Pescador de olvidos (2010) del pacasmayino Víctor Gómez Ruiz, entre algunos volúmenes representativos.

Mientras que en novela, se hace plausible constituir como partes de un todo clasificatorio a libros como: El gaviota (1930) de José Diez Canseco, El zorro de arriba y el zorro de abajo (1971) de José María Arguedas, El caso Banchero (1973) de Guillermo Thorndike, El corralón de Alberto Tokunaga Ortiz (1988) o Alejandro y los pescadores de Tancay (2004) de Braulio Muñoz.

A este inquietante número de títulos, se puede incluir sin ningún problema dos libros de Teófilo Villacorta Cahuide: la novela breve que el año 2009 obtuvo el segundo lugar en el Premio Nacional de Educación Horacio, El mar en los ojos de la niña Buenaventura, y Volver al mar como en los sueños, conjunto de 18 historias con el categórico cuño de la actividad pesquera marina, que en el 2010 se hizo con el primer lugar de este mismo Premio convocado por la Derrama Magisterial.

Como en sus anteriores conjuntos narrativos donde aparecían algunos relatos de pesca [el volumen de cuentos Aventuras en marea caliente (1997), y De color rojo (2003)], el autor vuelve sobre la caleta de Culebras (ubicada en la provincia de Huarmey, departamento de Ancash) para alcanzarnos historias basadas en la vivencialidad de sus habitantes, creando personajes que –inclusive– llegan con el mismo nombre con el que aparecían en su libro Aventuras en marea caliente, como los niños Arnulfo y Juanchín, protagonistas de los cuentos “El pequeño partero” y “Juanchín y Picomanchado”.

Pero si estamos frente a historias de pesca marina, no es difícil recordar un cuento que –por cuestión de comodidad– algunos lectores han asumido como un referente para el contexto geográfico de Volver al mar como en los sueños, me refiero a “Chicha, mar y bonito”, el excelente cuento pasional y costumbrista de José Diez Canseco donde, en alguna parte de él, se menciona vagamente a la caleta de Huarmey.

Podría ser tal vez un referente, sí, aunque solo en lo tocante al escenario marino; pero más allá de eso, no. Si bien “Chicha, mar y bonito” involucra a gente que vive del mar en la zona costera del norte chico del Perú, allí acaban las similitudes ya que lo de Diez Canseco es el resultado de lo observado por un agente ajeno al hábitat de los pescadores, por un escritor limeño que se adentró con interés en la vivencia de estos y los retrató hasta donde daba su conocimiento.

Pero en el caso de Villacorta Cahuide, se trata de lo escrito por un sujeto del lugar; es la versión particular de quien vivió en carne propia tales experiencias, formó parte de una familia que tuvo al mar como sustento diario, y conoció y conoce el color y la forma de su cotidianidad, de sus desventuras y sueños. Además que el estilo es también otro, pues por tratarse de escrituras producidas en tiempos diferentes, lo de Villacorta trae ya el peso y la influencia de formas modernas de narrar.

Dicho esto, ingresemos ahora al contenido del libro. Había mencionado que este se compone de 18 textos, de los cuales identifico dos grupos distintos.

El primero va desde el primer cuento, “La madre”, hasta el sétimo, “Verdugo”, que tienen un desenvolvimiento más extenso que los once restantes, y que, a diferencia de estos, presentan espacios completos, un holgado despliegue sicológico y de acciones para sus personajes, y un convencional desarrollo de la trama; en cambio los del segundo grupo no siempre presentan la formalidad estructural del cuento, destacan por su brevedad, y ganan por el manejo lírico del lenguaje; además que están unidos por un presumible lazo de parentela entre sus protagonistas (sus títulos son: “El padre”, “El hijo”, “La hija”, “La tía”, “El tío”, etc.) que les confiere una interesante afinidad de contenidos.

Los siete textos del primer grupo, por su parte, se basan principalmente en el tratamiento de personajes independientes cuya vinculación es solo el ser habitantes permanentes o transitorios de la caleta de Culebras, a través de los cuales percibimos el ambiente que se respira allí, su noción del mundo y de la vida, y los dramas internos y de convivencia que los caracterizan.

Una madre de familia ensimismada en las tareas de la casa, un pescador de chalana y su hijastro ayudante, un empresario informal que hace dinero con el aceite de pescado, un perro que ha aprendido a alimentarse de pescado crudo, un niño que gusta del cine y cuya preferencia son los western italianos, una víctima de la reciente violencia interna en nuestro país obligado a trabajar en la extracción del guano, una mujer con discapacidad física que –no obstante– ha decidido sacar adelante a su familia, y un marisquero de quien se narra las fortunas y desventuras de haber hallado antiguas monedas de oro en un barco hundido en el mar, son los personajes de este primer grupo cuya característica principal es que los cuentos están escritos en tercera persona (a excepción de “Maritza” donde el narrador se sitúa en primera persona).

La mayoría de ellos ganan interés por la forma en que el autor ha decidido llamar la atención del lector desde el inicio. Sino, atendamos las frases con que comienzan algunos de los cuentos: “La botella pasó zumbando cerca de su cabeza, se estrelló en esa pared fofa y no se rompió sino hasta cuando cayó al piso” (“El aceitero”); “El perro miró al niño con una rabia fulminante” (“Lobosucio”); “Cada vez que Sigifredo Huacanca hundía su mirada en el vaso de cerveza, sentía la sensación de precipitarse en ese abismo brumoso al que cayó cuando en su casa encontró muerta a su mujer” (“El guanero”); y “Verdugo tiró las monedas sobre la mesa.

La cantinera, una mujer con la frescura de sus años pero entrada en carnes, lo miró con un rezago de ira que no lograba disipar porque este se negaba a pagar la cuenta” (“Verdugo”). Imágenes de violencia, escenas de acción plena, actitudes humanas que nos seducen por su contundencia y nos arrastran por ese hilo narrativo en que el autor salpica luego con reflexiones, raccontos y descripciones diversas, para formar un clima que –como postulé al principio– nos sujeta a la sensación de estar frente a una narrativa de la pesca, donde el mar se constituye sin duda en un consistente ordenador de la existencia.

Y sin embargo no está demás apuntar que, acompañados del mar, otros espacios se muestran también como recurrentes; por ejemplo, la cantina del pueblo, donde se suscitan o desbordan las principales situaciones en más de un cuento; o un asunto tan humano en el manejo anímico de los personajes como es el de la envidia por el éxito ajeno.

En cuanto a los relatos de lo que constituyen para mí el segundo grupo y que van del texto “Mi casa frente al mar” hasta el último del volumen, “La familia”, son de otra factura: breves y con una tendencia a que los sucesos estén más designados que descritos, puestos allí como buscando sitio para la delineación lírica en medio de la presencia de realidades duras, a manera de retratos en sepia sobre momentos específicos del transcurso vivencial de sus protagonistas.

Y sin embargo, no debemos confundirnos, pese a esa cuota de lirismo, aparecen en ciertos casos –como violentos chorros de agua– expresiones coloquiales propias de sus personajes que le otorgan el contraste necesario para librarnos del ensueño verbal: “Malagüero de mierda”, dice en algún momento el padre; “Miren… dice que ese huevón ha visto a Dios… ustedes creen que Dios tiene tiempo para ver huevadas”, exclama un personaje en el relato “La hija”; “Chucha, me ensarté, estos son de figurita” expresa con respecto a unos billetes el sobrino.

Expresiones estas hábilmente combinadas con descripciones o reflexiones que llegan como emotivas sentencias: “Aquel entonces la vida era dorada como el corazón de mi padre”, afirma un personaje; “Los recuerdos tienen pies y caminan por cualquier lugar”, piensa el hijo;  “Hoy el hijo ha ganado la luz del entendimiento”, se dice acerca de éste; “La tierra es como el cuerpo de la madre, vehemente, a punto de explotar por el fuego que corre por dentro”, es otra imagen agradable, o: “Hay dos lagunas, serenas y claras, en los ojos de la hija. Giran como dos pequeños mundos”, etc.

Tengo el privilegio de haber seguido de cerca la trayectoria de Teófilo Villacorta Cahuide, quien, en literatura, se mueve también por el influjo creativo de la poesía, y siento no equivocarme al afirmar que, producto del esfuerzo personal, esta entrega narrativa supera a sus anteriores libros.

Cahuide parece haber encontrado la punta de la madeja del estilo que buscaba para sus estímulos íntimos y estéticos, y el hecho de no renunciar a aquella permanente motivación temática suya que es el mar, ha producido este libro que trasluce un equilibrio que lo está llevando por buen camino.

Volver al mar como en sueños, en este sentido, no es solamente la sucesión de historias erigidas en la intención de retratar ciertas formas del transcurrir humano en una caleta del litoral peruano, sino también un motivo más para pensar que existe ya una narrativa de la pesca en el Perú, y que en el caso de Teófilo Villacorta Cahuide se entiende como el corolario de una necesidad vital e inquebrantable.