
Al pensar en los asesinos me pregunto: ¿qué laya de personas fue capaz de perpetrar un acto de semejante violencia?, ¿cómo tuvieron esa necesidad morbosa, por los motivos que fueren, de cometer tal acto de crueldad seguramente escuchando los gritos de sus víctimas implorando misericordia?, ¿qué hombres bien nacidos podrían ser capaces de secuestrar, torturar, asesinar y enterrar a unos seres humanos indefensos?
Tal vez la respuesta la tendríamos si pudiéramos hurgar en las mentes psicópatas de los criminales que ahora alojan esa acción como cualquier otro recuerdo y no como un efluvio maligno, una maldición, o una herida putrefacta.
Se sabe que las primeras noticias sobre las circunstancias en las que fueron secuestrados los nueve trabajadores santeños, fueron confusas y dispares. Contribuyeron a acrecentar un clima de terror engendrado por la subversión y el Estado en nuestro país, desde mucho tiempo atrás.
Ahora, mientras recorro el trayecto que va desde los lugares en los que fueron arrebatados estos inocentes de sus hogares, hasta el desierto de Huaca Corral donde fueron inmolados y sepultados, pienso que el suceso tiene una doble dimensión. De un lado tenemos los datos que ya conocemos todos.
Del otro, la gravedad social para sus familiares. Creo que sólo insistiendo en este segundo aspecto del tema, puede alcanzarse la definitiva justicia, más no el olvido.
No es mi pretensión en este momento sentar derecho, razón o equidad, entendidas estas expresiones como restauración de la situación en el estado en que estuvo antes de que la gavilla de sicarios de Fujimori y Montesinos quitara la vida a unos seres humanos honrados. Bien lo quisiera, pero, por desgracia, la justicia en ese sentido estricto, es imposible.
Nadie puede devolver la vida a estos jóvenes, ni es posible juntar las lágrimas que han derramado y aún derraman sus familiares que, además de haber perdido a uno o dos de sus miembros, andaban por el pueblo en silencio, como sombras, como avergonzados de algo, rogando por la aparición de sus parientes.
Aquí y ahora, sólo quiero proclamar en voz muy alta, que los nueve vecinos de Santa sufrieron una muerte que nadie se merece; y quiero decir que sus familias, no sólo perdieron a quienes tanto amaban sino que soportaron más tarde el oprobio y la humillación de las autoridades.
Quiero declarar aquí, que los fallecidos y sus familiares, fueron y son personas dignas, y que tienen el derecho a caminar con la cabeza bien alta. Si alguien debe sentir vergüenza es el Estado, por haber tardado casi veinte años en devolver los cuerpos de sus seres queridos y por estar mezquinando una reparación civil que es un imperativo impostergable.
Del mismo modo que es inicuo y perverso el hecho de que algunos pobladores se opongan a que en Santa se perennice el recuerdo de sus ciudadanos inmolados. Quiero dar mi abrazo solidario a quienes han sufrido con paciencia, pero que han reivindicado tenazmente su derecho a que se devuelva a sus hijos, hermanos, padres.
Todo ser humano tiene la facultad del duelo por parte de aquellos que lo amaron en vida. Y ese duelo exigía la presencia de los cuerpos con el fin de darles sepultura. Siempre he creído que Santa es un buen sitio para vivir. Y ahora pienso que es un buen lugar para velar el sueño eterno de estos inocentes.
Regreso a Chimbote con el crepúsculo, evocando aquel período de salvajismo y pesadilla que vivió el Perú entre 1980 y mediados los años 90 (en el que las desdichadas víctimas de Santa sólo fueron algunas más), y no puedo evitar el recuerdo de unos versos de “El Cuervo”, ese grandioso poema de E.A. Poe: “(…)/Y entonces yo me dije, apenas murmurando: / Muchos amigos se han ido antes; /como la aurora al despuntar, /Y como me dejaron mis esperanzas. /Y entonces dijo el ave:”Nunca-más.”