Ratas

(Por: Ricardo Ayllón - El Ornitorrinco) Por el chat del Facebook converso con Marilú Ayala, una vieja amiga del colegio Inmaculada que hace más de quince años se fue a vivir a Miami casada con un gringo: “Extraño tanto, Chimbote, Ricardo”, me dice, y la imagino echando un suspiro para luego agregar con gracia: “Extraño hasta las ratas que se metían en mi casa”.

Foto Ratas - copiaNo estoy de acuerdo con ella, estoy seguro que si yo viviera fuera del Perú, no echaría de menos a esos repugnantes animales.

En Chimbote debe haberlos por millones; las cifras calculan que el número de ratas es tal que a cada persona le atañen nueve de ellas. Si multiplicamos por nueve los cerca de 400 mil habitantes, la población de ratas aquí debe rebasar los tres millones. Es por eso que todo chimbotano se ha encontrado con su horripilante presencia más de una vez en la vida.

No es ningún deporte el dedicarse a observar ratas, pero si alguien amanece un día con ganas de ver unas, no tendrá que esforzarse mucho.

Ratas grandes y plomizas hay por cientos en el roquedal que refrena las aguas de la bahía. Todo es cuestión de llegar hasta el Malecón Grau, pararse sobre las enormes piedras, estirar el cuello y, junto a las viejas y oxidadas tuberías por donde descarga con furia el desagüe de la ciudad, las verá refocilándose a su gusto, peleando con los gigantescos gatos que –para su mal– comparten el mismo hábitat, o sintiendo el frescor de la contaminada brisa en esa parte lamentable de nuestro litoral.

Otro de sus lugares favoritos es el mercado. Están en todos, sin excepción. Las he visto escalar agazapadas por los sacos de cebollas en el Mercado Modelo; intentar beber la sangre de los pollos muertos del mercado 21 de Abril; rodear ávidamente el enorme basural que se forma a veces frente al mercado Buenos Aires, correr por las terrosas callecitas del reciente mercado Dos de Mayo y, hace poco, he advertido unas desgreñadas y ventrudas a la altura del ingreso lateral de la pescadería “La Sirena”.

Cada vez que salgo de mi visita obligada al Centro Cultural Centenario (a eso de las nueve de la noche), las veo entrar y salir por debajo de esa gran puerta de latón sin hacerse el menor problema, aprovechando el descuido de un viejo vigilante que debe andar aburrido de verlas a diario.

Muchas parecen haber perdido la cautela y el sentido de la supervivencia. Hace poco distinguí a una muy temprano avanzando como si nada por las remozadas calles de Laderas del Norte. Pero la gracia no le duró mucho. Un perro vago acabó con ella de un hábil mordisco en la cabeza que la pobre devolvió tarde con un débil rasguño, antes de que el perro le perpetrara la segunda y letal dentellada en plena panza.
 
Ratas hay en todo sitio. A una vecina, hace pocos días, vino a visitarla una asomándose por el excusado en el instante mismo en que la doña hacía el dos. Vaya caprichosa. Menos mal que mi pobre vecina sintió a tiempo a la asquerosa y salió huyendo, pues se sabe que gustan de meterse por la vagina, las muy desgraciadas.

Yo he lidiado con más de una. Pero de la que tengo el más nítido recuerdo es de la infeliz que se metió a la casa un fin de semana en que me quedé solo. El asunto está narrado en uno de mis libros y, quien quiera enterarse, sabrá cómo acabé con ella solo después de vencer mi propio miedo y repugnancia. Les juro que todo lo que está contado allí es verdad.

Hay gente que para anticiparse a sus visitas, pone raticidas en la casa, pero eso no ayuda gran cosa. Las ladinas hace tiempo que aprendieron a reconocer el veneno.

Carlitos Rivera, un amigo que estudiaba en la Universidad San Pedro y vivía solo en un cuarto alquilado, salió de viaje y abandonó el recinto por una semana. ¿Para qué hizo eso? Pese a que dejó puñaditos de “Campeón” en las esquinas del cuartucho, al volver encontró a toda la familia Ratatouille instalada en el centro mismo del colchón de su cama. Con la ayuda del perro de un vecino las desalojó rápidamente. Ese mismo día Carlitos se mudó a un lugar más grande y limpio, y no olvidó comprar un perro.

Ahora mismo, en plena madrugada y mientras escribo estas líneas en la vieja habitación que abrazó mi niñez chimbotana, escucho patitas menudas corriendo por el techo.

Dejo de teclear y allí están, avanzan y se detienen; avanzan y se detienen. Llegan al techo para ver si encuentran algo que comer entre los cachivaches que mi madre arroja a veces al olvido. No es una manada, calculo que son solo dos o tres.

De vez en cuando asoma una por la ventana del cuarto como atreviéndose a mirar qué hay más allá de ese techo que es dominio suyo. Hasta el momento no he visto ninguna en el intento, pero no deben tardar.

Aquí las espero. ¡Atrévanse malditas, y verán lo que les pasa! Yo no soy condescendiente como la tonta de mi amiga Marilú Ayala que las echa de menos. ¡Yo las aborrezco y las repudio con todas las fuerzas de mi corazón!