Memoria de El Tiempo

 

(Por: Guillermo Martínez) A mi inmortal amigo y maestro Víctor Hugo Villanueva, a Lucho Romero, a Víctor Rodríguez Paz, a todos mis compañeros y compañeras de El Tiempo de Chimbote y colegas de aquella feliz temporada. 

Hasta el año 1994 había forzado a más no poder mi participación en la radio. Esos cuatro bisoños años había deambulado por las áreas de comunicación de todas las ONGS de Chimbote. Intentando en noticieros, prestando mi voz para la publicidad y hasta haciendo real el sueño del programa propio. Pero aquel febrero me quedé sin empleo y sentí que el mundo no era infinito; había ciertos límites que le daban forma a su laberinto.

Por esta razón se abrieron paso las posibilidades. Yo he sido lector desde niño. Ese fenómeno frecuente en las generaciones de entonces, conmigo se hizo fácil pues no tuve alternativa. Mi infancia la viví en Cajabamba, en un caserón de la periferia.

Teníamos una enorme tele National, pero no la podíamos usar pues no había energía eléctrica. De manera que los chicos de la casa leíamos a la luz del día o de lámparas de kerosene. Teníamos sin duda la esperanza de ver el Chavo del Ocho. Claro, cuando instalaran la energía eléctrica en el pueblo o al viajar a la costa en vacaciones.

 Por fin hubo electricidad en casa, pero no sólo ya teníamos el hábito de leer y no extrañábamos la tele, si no que ninguna señal de televisión habitaba en el espectro electromagnético de ese rincón del país. De manera que nos resignamos con placer a la lectura.

Año atrás Papá nos hizo mudar hacia Cajabamba lejos de casi todo.  Sobre todo de la familia limeña y piurana que teníamos como cálido referente. Por eso mamá nos enseñó a escribir cartas.

Desde los primeros pliegos de papel de letras primarias hasta los progresos literarios pasaron varios años, en las que mis dos hermanos y yo, intentábamos nuevos tenores de saludo, cuerpo y despedida y que fueron sin duda mi primera escuela de redacción, con una materna corrección de estilo, no por eso menos severa. Teníamos cordiales respuestas a un sistema que podría haber sido sólo de comunicación, pero que en realidad era una verdadera escuela familiar para escribidores.

Leer y escribir tan pronto tenían que haber obrado en mí para algo de provecho. Así lo descubrí en el 94, cuando ya no tuve lugar en el periodismo radial y volví unos meses con hábito ermitaño a la lectura. Libros, diarios y revistas que me animaron a intentarlo. Entonces, en extremos insomnes y silenciosa vanidad, empecé a escribir. Tuve muchas dudas y borrones  de mis escritos artesanales.

Tantas sesiones de autocrítica y composturas hasta el cambio total. Cintas y cintas de máquina de escribir, cientos y cientos de papel, para animarme  finalmente a enviar mi primer artículo de opinión política para su publicación. El lugar no podía ser otro que el diario El Tiempo de Chimbote.

Yo conocía a los periodistas del diario. Me agradaba conocer a dos de los artífices del periódico chimbotano que más me gustaba y con el que tanto coincidía en editorial, opinión y tratamiento de la información. A los dos Luchos. Romero y Poma. En pocos meses habíamos coincidido en algunos lugares y habíamos hecho una ingenua amistad de peatones. No obstante, con Lucho Romero había una mayor cercanía.

A él le entregué mis primeras cuartillas y fue un domingo, pocos días después, cuando lo vi publicado en la página de opinión, con su título en letra de molde y mi nombre reluciente en la línea de crédito de autor. Más allá de las felicitaciones y el orgullo familiar, yo leí y releí el artículo sin cansancio y decidí que para convencerme debía escribir otro. Fueron varios los artículos con que El Tiempo me halagó publicándolos sin tijera, a pesar de su extensión.

En esa temporada porteña había un calor de cultura y letras que son para recordar. El Diario El Faro resoplaba su agonía de decano, cuando se publicaban hasta cuatro tabloides más. A saber: El Diario de Chimbote con su consabida consigna comercial, el Diario Ultimas Noticias de audaces portadas a color, el modesto y leve Nuevo Espectador y el Diario El Tiempo de Chimbote con su plantilla azul celeste.

Claro, no sólo se escribía en diarios, había también humildes boletines de esfuerzo gremial y sindical. Había revistas que se aferraban a una difícil periodicidad mensual y una de ellas que destacaba: Altamar, el vocero cultural que dirigía Jaime Guzmán.

Pasados unos días del último artículo publicado Lucho Romero y yo éramos ya íntimos amigos. Él entonces me informó como anécdota que Víctor Rodríguez, director del periódico tenía sus dudas de que fuera “ese muchachito” el que se atrevía a opinar con voz propia. Un día, el mismo director convencido ya de mí, me hizo pasar a su oficina para invitarme a ser parte del equipo de redactores de esa casa, lo cual lo acepté antes de que él terminara la frase. Claro, porque para mí era un orgullo y porque estaba sin chamba.

A mediados de los 90, Chimbote respiraba diferente. Se resistía a censurar sus voces en medio de una amordazante dictadura. Plumas de mucha técnica y voz propia se manifestaban en editoriales, columnas y notas de redacción. Por lo que había que ser exigentes a sí mismos y en el interior de las salas de redacción.

En el diario El Tiempo habitaban dos periodistas que los recuerdo con el cariño del aprendiz que espero ser hasta el final de mis días. Luis Romero Manrique, acucioso investigador, redactor intenso, sensible ser humano y fraterno compañero con miles de historias que detenía la redacción para disgregar sobre el buen uso del idioma o para compartir anécdotas de su infancia altiplánica y aventuras de su juventud en el internado marista y en un Chimbote adolescente, por largos minutos, hasta que la voz agreste del director nos volvía al trabajo.

 El otro colega, sin duda más sobrio, Víctor Hugo Villanueva, era el maestro de la redacción intrépida, titulador docente y hacedor de opinión políticamente correcta. Compañero de las bromas inteligentes, coqueto y galante con las visitas, periodista culto y generoso.

El año y meses que trabaje en Diario El Tiempo es para toda la vida. En medio del camino enfermé de una enfermedad de periodistas. Una úlcera péptica que acusaba comidas a destiempo, largos cierres de edición, cientos de cigarrillos semanales y el feliz oficio de la bohemia. Durante todo ese tránsito, el aprendizaje de las técnicas que sólo la práctica te brinda.

 El ejercicio de la verdad y la responsabilidad de asumir y dar cara por lo que se escribe, porque eso es lo que se piensa. La solidaridad de los amigos y colegas con quienes compartíamos notas e información sin el menor recelo, la camaradería de las ruedas de prensa, la delgada línea y sensual seducción a lo corrupto. La palabra colega que tanto puede significar sobre el bien y sobre el mal. Todo esto que confirma que el buen hacer es divino y es humano.

El año 96 lo vimos ir. El director, administradora, redactores, corrector de estilo, diagramadores, fotomecánico, fotógrafo, impresor y colaboradores que echábamos a andar ese sistema equipado con computadoras, una red informática, imprenta propia tuvimos que despedirnos del diario El Tiempo sin poder resistir al chantaje mediático a nuestros anunciadores, a la colosal aparición de La Industria y a otros fenómenos políticos y económicos, ante la voluntad de no acercarse al vil oficio si no al más noble ejercicio de la verdad.

Cuántas cosas pasaron después de entonces. Muchos abrazos de reencuentros, mucha nostalgia, amigos que se perdieron y no se han vuelto a hallar. Sin duda, también la gratitud de haber vivido esa temporada y haber aprendido que la vida atraviesa por un laberinto en el que aprende uno a conocer la vida.