Memoria de Antonio Salinas (Por: Ricardo Ayllón)

(Por: Ricardo Ayllón - El Ornitorrinco) Cada vez que tiene grandes problemas, la gente decide hablar con Dios, siente infalible emprender una charla con Dios para que le escuche sus ruegos o atienda sus necesidades más urgentes.

ricardo ayllón-y-salinasPero yo siempre he pensado que este ejercicio es muy audaz, demasiado atrevido; siento que Dios no tiene tiempo para atender a tanto desventurado y que, a estas alturas de los siglos, el pobre debe andar cansado con tanto ruego… muchas veces injustificado.

Por mi parte, aquello de hablar con una presencia que jamás pude ver en persona, me dejó un día tal sensación de desamparo que no me atreví a repetir.

Lo que prefiero más bien es platicar con los difuntos, darme una vuelta por el cementerio o buscar la fotografía de un muerto confiable (a quien conocí en vida) y explicarle mis problemas en voz alta, depositar en su venerable silencio mis aflicciones esperando que con los días llegue una señal suya.

Generalmente funciona, y sé a lo que me refiero cuando digo esto.

Tengo cuatro difuntos confiables: mi abuelo materno, Alfredo Cabrejos; mi bisabuela materna (madre de mi abuela), doña Juana Castillo Robles; un buen amigo recién fallecido, Yovany Álvarez, y el escritor casi desconocido Antonio Salinas.

A cada cual le converso de la misma forma en que le hablé en vida y he elegido para cada quién un tema en especial: para las cosas íntimas, está mi imperturbable abuelo; para las familiares, la atenta bisabuela; para las amicales, el voluntarioso Yovany; y para las vocacionales, el impenitente Antonio Salinas.

Conocí poco a Antonio Salinas. Personalmente, no lo vi en más de cinco ocasiones, y, sin embargo, fueron las únicas veces que he obtenido la mayor cantidad de consejos de un amigo escritor.

Su verdadero nombre fue José Antonio Palacios Salinas, pero eligió con sabiduría el segundo nombre y apellido para firmar sus libros de los que, en vida, solo publicó uno, el volumen de cuentos El bagre partido. Póstumamente aparecería un segundo conjunto de relatos: Verdenegro alucinado moscón, y aquel breve pero intenso grupo de crónicas y memorias personales con el título de Embarcarse en la nostalgia.

En 1995 llegó por penúltima vez a Chimbote desde París –donde vivía desde la década del 70–, y luego de que el editor Jaime Guzmán nos presentara, recordó mi nombre y dijo que acababa de leer una de mis crónicas en el Diario de Chimbote, donde colaboré por casi dos años.

Presintiendo mi destino como cronista, me aconsejó rápidamente un grupo de lecturas entre las que se encontraban los irremplazables Textos costeños compuestos por las primeras colaboraciones de García Márquez para diarios colombianos, así como las Greguerías del viejo Ramón Gómez de la Serna; y los considero irremplazables porque jamás he dejado de retornar a aquellos resplandecientes y sabrosos textos.

Pero tampoco he dejado de volver sobre el recuerdo de la voz rasposa, la seguridad en soltar sentencias y el valor con que Salinas esperó la muerte en 1997.

Ese año llegó a Chimbote en pleno verano, un mes de febrero en que yo trabajaba para el diario La Industria de Chimbote, y no desaproveché la oportunidad de hacerle una entrevista.

Conversamos en el viejo (y ahora inexistente) bar “El Chaval” de la avenida Bolognesi, comimos cebiche en la picantería “Panchito” cercana al viejo estadio Manuel Gómez Arellano, y caminamos más de una vez desde el centro de la ciudad hasta el final del barrio El Progreso, donde se bifurcaban nuestros caminos (él seguía rumbo a La Esperanza, donde vivía su familia en Chimbote, y yo hacia Los Pinos).

Estuvo casi un mes en el puerto, y esa fue la última vez que lo vimos sus amigos chimbotanos, pues Pepe (como lo llamaban sus colegas del grupo Isla Blanca, al cual perteneció) sabía que padecía un cáncer incurable, y regresó valientemente a París, donde –en el mes de setiembre– murió estoicamente y sin deberle nada a la vida.

Antonio Salinas nació en Lima, en 1944, falleció en su insustituible París, donde dejó hijos y, estoy seguro que, libros inéditos. Y digo insustituible porque París fue para él no solo un lugar ideal (como ocurre con casi todo escritor en el mundo), sino el último paradero de su errabunda vida: luego de surcar cuatro de los cinco continentes, se estableció en París en 1974.

“No te puedes imaginar la enorme sensación que se experimenta minutos antes de entrar en una ciudad que nunca has visto en tu vida. Es uno de los placeres más grandes que pueda existir. Una sensación solo comparable a desnudar una mujer nueva”, me dijo con un hermoso brillo en los ojos durante la entrevista que le hice en “El Chaval”.

Mientras que en París, había encontrado la tranquilidad y el material necesarios para escribir, además que la consideraba una ciudad alentadora porque en sus calles se hallaba con Balzac, Baudelaire, Celine y el espíritu de muchos otros artistas y escritores.

Sus restos fueron incinerados en París pero sus cenizas trasladadas a la casa paterna, en Chimbote, donde, según tengo entendido, fueron colocadas en el jardín, al pie de un árbol que le brinda una sombra permanente, según su última voluntad.

El llegar a su casa es un tanto difícil pues no conozco a sus padres personalmente; sin embargo, no tengo ningún problema en invocarlo y conversar con él cuando lo siento necesario.

Ahora que se acaba el año, que uno mira hacia atrás y pone en tela de juicio todo lo hecho (y escrito) en la vida, es cuando más recuerdo y necesito la presencia de Antonio Salinas.

Lo siento aquí, a mi lado, firme y rotundo, esperando alguna pregunta mía, mientras yo aguardo con la correspondida humildad su voz enfática, proverbial, diciéndome por qué es necesario seguir escribiendo aunque para nadie más valga la pena.