Por: Germán Torres Cobián
El 19 de enero de 1942 nació en Lima el gran poeta Javier Heraud. Tenía solo 21 años cuando murió en 1963, acribillado a balazos mientras cruzaba el río Maldonado. Era miembro de un destacamento del Ejército de Liberación Nacional que había ingresado por Madre de Dios para iniciar la guerra de guerrillas en el Perú contra la dictadura militar de Pérez Godoy.
Apenas se conservan un poco más de doscientas páginas con sus extraordinarios poemas y otros escritos, los cuales expresaban un febril deseo por cambiar la vida de los peruanos marginados. Ahora estas páginas se releen y el joven Heraud parece más presente que nunca. De esa omnipresencia dan buena cuenta varios homenajes previstos en universidades y centros culturales de todo el país para conmemorar el 71 aniversario de su nacimiento.
La explosión del prodigio Heraud se remonta a 1960, cuando el poeta empieza a ser conocido al publicar su primer libro “El río”. El gran salto de su creación lírica y el conocimiento de que estábamos frente a un poeta sorprendente, se produjo cuando en diciembre de 1961 obtiene el Primer Premio del concurso “El Poeta Joven del Perú” con su poemario “El Viaje”.
En 1961 marcha a Moscú invitado al Festival Mundial de la Juventud. A su regreso, visita París y Madrid. Sus viajes por el mundo, su gran cultura y sensibilidad le permitieron aproximarse mejor a la realidad peruana. En 1962 viaja becado a Cuba a estudiar cinematografía, “que es lo que más me gusta”, según dice en una carta enviada a su madre. En 1963 regresa al Perú clandestinamente y el 15 de mayo cae asesinado. Póstumamente se publicaría su poemario “Estación Reunida”.
Debido a la calidad de su poesía y a las circunstancias de su muerte, el mundo de la cultura universal se interesó por qué había muerto y cómo había muerto. Hubo protestas contra la dictadura militar que lo mató. Neruda publicó “Mensaje sobre el joven poeta Javier Heraud”, y Nicolás Guillén escribió su “Carta de solidaridad por la muerte de Javier Heraud”.
Es imposible analizar en tan corto espacio las obras del autor de “En Espera del Otoño”. Por lo demás, ya están estudiadas minuciosamente en la frondosa bibliografía que hay sobre el poeta guerrillero. Solo debemos anotar que Heraud resolvió sus poemas con un sentido exacto de la medida artística y social, que sus versos están alimentados con sus deseos de justicia y entrelazados al panorama de infamia que veía por doquier. Parece que el poeta tenía el corazón descubierto (todos los verdaderos poetas, al contrario de los poetastros, siempre llevan el corazón a la intemperie), por eso todo le hiere: la iniquidad, el paisaje y el hombre explotados, la maldad, los niños hambrientos…
Asombra la atracción que siente Heraud por el vocablo “muerte”. Pocas veces he leído a poetas en las que la palabra “muerte” sea una constante en sus versos. Pienso que su mención de la muerte no es porque ama poco la vida, dado que todo lo que escribe lo hace en nombre de una vida mejor. Por eso, poco le importa mencionar a la muerte que siempre es más débil que la vida. Además, a los que se sienten dueños de la vida, no les importa la muerte. Y Javier estaba henchido de vitalidad.
La obra de Heraud puede figurar al lado de la de los mejores poetas de nuestro país. Entre los líricos peruanos, después de las inmensas figuras de Vallejo, Eguren, Emilio Adolfo Westphalen y Blanca Varela, Javier Heraud ocupa un lugar de primera fila porque en sus poemas coincidían la belleza, la verdad y el compromiso social. Sus libros han vuelto a reeditarse innumerables veces y ha sido traducido a todos los idiomas europeos y al chino. Chabuca Granda y el cantautor cubano Silvio Rodríguez han musicalizado sus poemas.
Mucho se podría escribir sobre Javier Heraud, sobre los afectos y el apasionamiento que despertó en quienes éramos adolescentes o jóvenes en los años 60, cuando estábamos llenos de fervor revolucionario por el triunfo de la Revolución Cubana. El primer poeta insurrecto que llevó sus ideales hasta las últimas consecuencias, nunca llegó a saber que sus libros sirvieron para orientar a varias promociones de estudiantes secundarios y universitarios en el amor por la poesía y en el afianzamiento de unos ideales que aún no han muerto.
Porque su voz apelaba a la conciencia de su pueblo con la pasión y la sabiduría de su gran corazón y la nobleza de su ideología. ¡Pobre Javier! Durante su corta vida soñó con la suprema belleza y justicia para el pueblo peruano. Pero su vida breve no le alcanzó para asistir –como también lo deseaba Mariátegui para sí- a la construcción de una patria peruana socialista.