El accidente (Apuntes para una novela)

(Por: Ricardo Ayllón - El Ornitorrinco) TENÍAMOS POCO TIEMPO viviendo en la urbanización Los Pinos, pero mamá parecía conocer mejor que nadie a los vecinos; y en Santos había forjado una gran confianza. Muchacho de diez que parecía de doce, de trece años. Alto y delgado como un gran tallo de álamo, impulsivo como un caballo salvaje y de facciones duras aunque ligero de palabras, Santos fue un pequeño maestro durante las horas que nos desligábamos del seno familiar.

Habíamos llegado a Los Pinos dos años antes, directamente a una casa de estreno en la pendiente de ese gran médano que es el cerro San Pedro, al norte de Chimbote.

La casa nueva: su olor arenoso y su luz impecable atacando las habitaciones desnudas, el eco de los espacios vacíos brotando de las voces de mi hermano y de mis padres. El día en que llegamos, Hernán y yo salimos de ella buscando un complemento, un paisaje amable.

Cruzamos la calzada de radiante asfalto y hallamos a un niño mayor que nosotros hurgando en el luminoso arenal. No le preguntamos su nombre, nos unimos a su juego de armar edificios enanos con los trozos de ladrillo sobrantes de las casas acabadas de construir. Un rato después su nombre llegó solo: Santos.

Era medio día en Los Pinos y el verano no se había despedido del todo. En algún momento la madre de nuestro nuevo amigo lo llamó para almorzar y él se perdió por la puerta de su casa a la velocidad de un respiro. Apellidaba Gonzales, y ese año había llegado con su familia desde la sierra de La Libertad.

La urbanización Los Pinos no es la misma ahora, pero su orden inicial sigue siendo semejante. Todavía descansa sobre una pendiente arenosa y desteñida que es como una mano abierta frente a la carretera Panamericana.

Más allá, un bosque de pinos empalidecidos por la luz del verano, y, como una escenografía inalterable, la gran siderúrgica al pie de aquel cerro azul cuyas faldas tienen la forma de un abrazo cálido. Un paisaje sereno cuya armonía se veía destrozada cada cierto tiempo por una columna de humo naranja y una flama rojiza que emergía con un rugido espantoso. “Esa es la siderúrgica donde trabajo. Allí fundimos el acero”, explicó mi padre el día en que llegamos.

A todos los muchachos del barrio nos matricularon en una escuelita nacional de estreno, sin nombre, entre Los Pinos y Laderas del Norte, frente al bosque de pinos llamado Vivero Forestal. Niños de bella apariencia andina y hermosas chapas coloradas alegraban las páginas de nuestros libros.

Nuestro texto de consulta se llamaba “Amigo”, un libro cálido y entrañable como su título donde nos contagiábamos con las hazañas cotidianas de sus personajes, con sus trabalenguas, adivinanzas y relatos que nos brindaban la primera idea del país que habitábamos.

El Perú era desconocido, vasto, inaccesible. Rápidamente comprendimos que vivíamos en la costa, acometidos por el mar, sobre las arenas de una pequeña comarca que conocíamos muy poco.  

Primerizos, inocentes y sin entender bien aquello de ir a la escuela, más de un estudiante huía a su casa durante la hora de recreo aprovechando que aquella todavía no estaba cercada. A muchos los vi abrir las ventanas de las aulas y, valiéndose de sus pequeños y elásticos cuerpos, deslizarse a través de ellas ante un descuido de las profesoras y correr, correr inescrupulosos, rumbo a la libertad.

Pero un día se decretó la cacería, los padres habían autorizado a las profesoras echar lazo sobre sus hijos desertores. Y nuestra profesora Yolanda Camino fue la primera en divisar al primer tunante huyendo detrás del pabellón de los baños. Santos Gonzales era el niño más grande de la escuela, y fue él el designado en atrapar a los prófugos.

Desde las ventanas del salón, una mañana calurosa de mayo, todos alentamos a Santos quien empezó a correr con toscos y potentes trancos detrás de su primera presa, el Shanti Machuca. Logró alcanzarlo con dificultad casi al borde de la carretera Panamericana; sin escuchar lo que decía, adivinamos sus palabras, la forma en que amilanaba al Shanti con amenazas, y una mezcla de burla y pesar creció en el aula ante aquella imagen.

Con los meses, Santos se afianzó en su tarea y se hizo diestro en cercarlos, intimidarlos, cogerlos al primer zarpazo y remolcarlos de regreso mientras los pequeños pataleaban inútilmente sobre sus recios hombros.

apuntes novelaCesitar Lucero, que pretextaba cualquier motivo para salir a vagar a su regalado gusto; la flaca Castillo, inmensa pero ligerita como una pardela; el bocón Llerena, quien solo conocía la felicidad entre los brazos de su engreidora madre; la loca Santamaría, incapaz de concentrarse más de cinco minutos en clase… nadie se salvaba; y con cada caza, Santos vio incrementar su fama de héroe. Alguien empezó a magnificar historias alrededor de su imagen y todos aspirábamos a ser tan fuertes como él.

UN BUEN DÍA LA ESCUELA por fin fue bautizada, le pusieron “Pedro Ruiz Gallo”, el nombre del inventor más célebre del norte peruano. Pero eso no ayudó a que se consolidara, seguía siendo un campamento arenoso de cuatro aulas de ladrillo y una losa deportiva en el centro de ellas.

Durante los recreos los estudiantes ocupábamos esa losa; había que tomar posesión de ella casi por la fuerza; el primer grupo en hacerlo establecía su soberanía durante ese recreo. Los varones, violentos y apandillados, teníamos casi siempre la primera opción. Las mujeres solamente lo conseguían elevando su reclamo a las profesoras. Si no se podía jugar en el área de cemento, quedaban los arcos de fulbito y los tableros de baloncesto.

Un miércoles en que habíamos llegado tarde al disputado lugar, Santos y yo trepamos resignados al travesaño de uno de los arcos. Como los tableros de baloncesto eran más altos y atractivos, Santos consiguió brincar desde el madero del arco y prenderse de la parte posterior de uno de ellos.

Yo lo imité, pero lo hice con tal vehemencia que no pude evitar golpear a mi amigo y derribarlo. Lo vi caer desde aquella altura de tres metros casi en cámara lenta sobre el duro piso de concreto, sentí nítidamente su aullido de animal herido, observé con horror sus grandes y pasmados ojos pidiéndome una explicación y me quedé petrificado con aquel gesto de dolor, con aquella débil luz que parecía extinguirse dentro de él.

El sentimiento de culpa es un aguijón horrible en el costado izquierdo del pecho, punza sin control y quema pertinazmente tratando de incendiar el corazón. Santos Gonzales, el héroe de la escuela, tirado sobre la dura losa de cemento y todos los niños haciendo rueda a nuestro alrededor, culpándome del accidente.

Nuestra profesora apareció de pronto y pidió que nadie tocara al muchacho mientras lo examinaba y le hacía unas preguntas. Intentó ponerlo de pie pero Santos no lo consiguió. La señorita Yolanda gritó un nombre y de algún lugar surgió el gordo Juvenal, conserje de la escuela; este levantó en peso a mi compañero y, por orden de ella, marcharon hacia la casa de Santos. Decidí ir tras ellos.

La madre de mi amigo, la viejita Consuelo, pudo divisarnos por la ventana de su casa y con un gesto de desconcierto salió a nuestro encuentro. Se negó a escuchar las explicaciones de la señorita Yolanda Camino.

Me concentré en el rostro de dolor de mi compañero y sentí el aguijón, el leño encendido, en el pecho, con mayor violencia. Doña Consuelo comprendió que había estado involucrado en el accidente y me preguntó detalles. Se lo conté temblando en mi lenguaje de siete años, mientras ella evitaba romper en llanto y revisaba con desesperación la estropeada pierna de su hijo. Corrió hacia la pista y detuvo un taxi. Santos, su madre y la señorita Yolanda ingresaron en el auto con prisa.

–Lo llevan de emergencia al hospital –habló con gravedad el gordo Juvenal que intentó llevarme de retorno a la escuela.

Pero yo había caído en un desconocido aunque contundente hoyo de culpa. Mi casa estaba ahora frente a mí, y la vi como como un refugio, como una redención. Llorando me zafé del brazo del gordo y llamé a mi madre dispuesto a contárselo, a explicarle que todo había sido un accidente.
Fue así como Santos Gonzales no volvió a la escuela Pedro Ruiz Gallo; desapareció del barrio, sus padres se lo llevaron a Lima. Un año después supe que no pudo recuperarse completamente, y cuando retornó al barrio lo hizo con una cojera que le duró para siempre, una cojera a la que él y yo tardamos en acostumbrarnos.