Bram Stoker y Drácula

(Por: Germán Torres Cobián) El 20 de abril se conmemora el centenario del fallecimiento de Bram Stoker, un oscuro escritor irlandés que, en medio de una obra mediocre, dio vida a uno de los más grandes mitos que ha dado la literatura universal y el cine: Drácula.
No cabe duda de que el demoníaco conde transilvano protagoniza uno de las más logradas ficciones de la modernidad, tanto que llegó a calar profundamente en la sociedad científica y tecnológica del siglo XX y aún perdura en esta centuria.

¿Por qué el mito de Drácula se ha hecho intemporal?  Tal vez porque el vampiro no es tan sólo la personificación del miedo, esa angustiosa sensación que muchas veces nos atrae, sino protagonista del ansia más honda e inescrutable del hombre: la inmortalidad. ¿Dónde hallar la clave de la inmortalidad?  

El remedio que salva de la muerte debe crecer en la tumba misma; la putrefacción encierra el secreto de la incesante regeneración de los tejidos; una utilización adecuada de los atributos del difunto, perpetuará el palpitar de la vida. Negarse a morir es la trasgresión de las leyes de la vida, la insuperable violación del orden. Por eso el vampiro se convierte en el criminal por antonomasia y merece sin hipérbole el título de Príncipe de la Tinieblas, que parecía tributo exclusivamente reservado a Satán.

Negarse a morir es negarse a obedecer, sin más, escamotear la raíz misma de la obediencia. El vampiro profundiza en las pompas y obras de la muerte para conquistar la reencarnación, la vuelta a la vida y, más allá de todo esto, el poder: sólo quien se atreve a invertir conscientemente el gesto de la muerte alcanzará vitalidad eterna.

Los objetivos que Fausto pretendió conseguir pactando con el diablo son demasiado modestos, pues sólo quiso retrasar unos años la muerte y, entretanto, disfrutar de poderío. Pero la  muerte y el infierno le amargaban la dicha en el horizonte.

Drácula vence a la muerte con la muerte misma y acepta sin regatear la condenación, pues sabe que el infierno no es sino esa cosa inacabable y poderosa a la que aspira.

Sin embargo, el verdadero Drácula no fue un mito como muchos suponen. Para escribir su famosísima novela “Drácula”, Bram Stoker se basó en dos manuscritos hallados en Bucarest en la que los turcos narraban las crueldades de un príncipe del siglo XV llamado Vlad Tepes, más conocido como Dracul o Drácula, quien ocupó el trono de Valaquia (Rumania) y luchó constantemente contra los otomanos.

El nombre le viene del de su padre Vlad Dracul. Vlad Tepes se vio envuelto en varias guerras y practicó el empalamiento con  sus enemigos derrotados, motivo por el que también fue conocido como “el Empalador”.

Se le atribuyó una tendencia sádica: le gustaba  asistir a  las ejecuciones  y ver cómo corría la sangre de los ajusticiados. Algunos historiadores le imputan actos de canibalismo.

Bram Stoker mezcló estos hechos reales con las tradiciones vampiristas centroeuropeas, el tema de la necromancia y procedimientos mágicos aprendidos en libros esotéricos. Félix Llaugué (miembro de The Drácula Society) sostiene que, “además de estudiar las tradiciones relacionadas con los vampiros que existían en Transilvania, Stoker había leído los libros anteriores de otros autores, como el poema La rosa de Corinto, de Goethe (1797); El vampiro de John Polidori (1819);  Vampirismo de E.T.A. Hoffmann (1821); El Viy de Gogol (1835) ” y otros.

Como hemos apuntado antes, Drácula  ha ahondado su carácter mítico en las distintas versiones que el cine nos ha ofrecido sobre  el vampiro.

Fue interpretado brillantemente por primera vez por el gran actor  Bela Lugosi que, curiosamente nació en Transilvania, región del antiguo reino de Hungría que luego formaría parte de Rumania.  Años después, la productora inglesa Hammer y  el director Terence Fisher encumbrarían a Christopher Lee como el más conocido interprete de  Drácula. Pero,  la  adaptación de F.F. Coppola es – a mi juicio- la mejor.