¡Señor mío, Dios mío! – Segundo Domingo de Pascua

Chimbote en Línea (Por: fray Héctor Herrera) El evangelio de Juan 20,19-31 nos narra la aparición de Jesús a sus discípulos. Tomás no estaba presente, se resiste a creer el testimonio de sus compañeros. Quiere descubrir por sí mismo y nos enseña a recorrer ese camino de la fe.

Los discípulos están con las puertas cerradas por miedo a los judíos. El temor se había apoderado de ellos frente a la muerte de su maestro. Jesús llega y se coloca en medio de ellos.  El saluda: “La paz esté con Uds. Como el Padre me envió, así yo los envío a ustedes” (v.21).

Jesús nos transmite seguridad, como la dio a sus discípulos y los envía a una misión, como Él la recibió de su Padre. Porque “ante la desesperanza de un mundo sin Dios, que sólo ve en la muerte el termino definitivo de la existencia, Jesús nos ofrece la resurrección y la vida eterna en la que Dios será todo en todos(1 Cor 15,28) (D.A. 109)

Jesús sopló sobre ellos: “reciban el Espíritu Santo” (v. 23). Los hace una nueva creación y les confía la misión de anunciar el mensaje de reconciliación y de comunión. Porque como discípulos comprendemos que “sus palabras son Espíritu y vida” (Jn 6,63.68). “Con la alegría de la fe, somos misioneros para proclamar el Evangelio de Jesucristo y, en Él, la buena nueva de la dignidad humana, de la vida, de la familia, del trabajo, de la ciencia y de la solidaridad con la creación” (D.A. 103).

Cuando los discípulos, le comunican a Tomás: “Hemos visto al Señor”, responde: “Si no veo en sus manos la marca de los clavos…no creeré” (v. 25). Ocho días después, Jesús se presenta de nuevo. No le reprocha nada a Tomás, lo llama y le dice: “Mira mis manos, toca mis heridas. No seas incrédulo, sino hombre de fe” (v.27). Y experimenta un encuentro personal con el resucitado y le dice: “Señor mío y Dios mío” (v. 28).

¡Cuántas veces nosotros como Tomás, hemos experimentado este camino de madurez en la fe. Porque como discípulos tenemos que tener un vínculo de amor, de amistad, de ser tocados en nuestro corazón y nuestra mente para tener la capacidad de descubrir que somos hijos de un mismo Padre, llamados a anunciar la vida como don de Dios con gestos concretos de solidaridad. Porque “todo aquél que cree que Jesús es el Cristo es hijo de Dios y todo el que ama al Padre ama también al Hijo. Si amamos a Dios y cumplimos sus mandatos, es señal que amamos a los hijos de Dios. Porque el amor de Dios consiste en cumplir sus mandatos, que no son una carga” (1 Jn 5,1-3).

“Felices los que creen sin haber visto” (v. 29). Felices si somos testigos de la vida, frente a los poderes de la muerte que quitan la vida de los niños, a causa de la contaminación de gases tóxicos, porque a algunos nos les interesa la vida, sino el dinero. Felices si somos testigos de esperanza y creemos que en el compartir el don de la vida nos solidarizarnos con defender  la vida y de los derechos de los más pobres.

Felices si tenemos  los mismos sentimientos de compasión y de misericordia, si vivimos ese encuentro con el Resucitado y sabemos encontrarlo en el encuentro con nuestros hermanos.  Señor haz que maduremos en nuestra fe, que tengamos una sola alma y un solo corazón, pero a veces desconfiamos y nos tememos unos a otros. Nadie consideraba sus bienes como propios, sino que lo tenían en común (Hch 4,32).

Hoy acaparamos todo sin impórtanos los demás. Pero a pesar de todo el pobre nos evangeliza con la solidaridad y la ternura que tú nos enseñas.

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