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Conmemoración de los fieles difuntos

Chimbote en Línea (Por: fray Héctor Hérrera) Mc 15,33-39; 16,1-6: Jesús, dando un fuerte grito, expiró. Allí está Jesús en el patíbulo de la cruz, como hoy los crucificados por su fe como Asia Bibi y tantos miles de cristianos anónimos que sufren la persecución por causa de Cristo. Los sumos sacerdotes, los soldados romanos se burlan de Él. Ellos le piden que se baje de la cruz, porque no comprenden que permanece en la cruz por amor. Y lanzando un fuerte grito expiró.

Toda su vida pasó haciendo el bien. Su amor era más fuerte que la muerte. Por eso su grito fue el de los maltratados de este mundo. Los que mueren víctimas de la represión y de la tortura en cualquier lugar del mundo. Los que son víctimas inocentes de los que se imponen por la fuerza de las armas para destruir vidas y arrasar con los bosques y la fauna de los pueblos indígenas. Su grito es de dolor frente a los injustos de este mundo. Al mismo tiempo es un grito de esperanza y de amor: que la vida triunfa sobre la muerte y el egoísmo.

Este es el testimonio de vida que nos da Jesús, como muy bien lo ha expresado esta cristiana pakistaní, encarcelada y condenada a muerte por su fe en Cristo, “Él ha entregado su vida por toda la humanidad”. Como lo confiesan hoy nuestras madres campesinas víctimas del terror de la guerra y que claman por el cuerpo de sus hijos, esposas, hijas desparecidos.

Jesús con los pobres de hoy nos pide el respeto y la honra por la vida de quienes la entregaron por vivir el amor y la felicidad allá en las comunidades olvidadas.

Nuestra fe en Cristo, luz y vida nos lleva a recordar a todos los difuntos, que con su testimonio de vida siguen presentes entre nosotros.

Recuerdo aquella comunidad campesina en Racuaybamba. Todos estábamos reunidos en el pequeño cementerio celebrando la eucaristía y recordando a Antonio, el catequista que había caído al abismo. Su anciano padre tomó la palabra y dijo: ¿Por qué lloran? Antonio no ha muerto. Fue un varón bueno, esposo fiel y sincero. Se preocupó por sus hijos que quedan pequeños. Pero yo les digo que si queremos honrar su memoria como catequista y como hijo de esta comunidad, decirle a su esposa: No estás sola. Alégrate hija, todos estamos aquí para ayudarte y educar a tus hijos, hasta donde nos den nuestras fuerzas. Porque la fuerza de  su amor nos une. Sabemos que él está con Dios, porque la vida continúa. Y nuestras lágrimas se transformarán en alegría, cuando cumplamos nuestra misión de ver crecer a sus hijos con fe y esperanza. Sobre esta tumba hagamos nuestro compromiso de estar unidos como comunidad porque Dios está en medio de nosotros. Y su espíritu es nuestra fortaleza.

Aquel día aprendí una hermosa lección de fe y de vida. Este anciano nos había dado una hermosa lección que Cristo vive en la unidad de toda una comunidad y que los valores se aprenden y se fortalecen en la comunidad.

La muerte de Jesús no fue en vano, los poderosos de su tiempo, como en nuestros tiempos se creían fuertes por su desaparición. Pero Él venció la muerte, al egoísmo, a la indiferencia y nos trazó un camino de luz y de esperanza: la vida. Aquella vida por la que todos debemos de esforzarnos y reconocer que Cristo es el Camino, la Verdad y  la Vida (Jn 14,6).