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Navidad o la mesa familiar

Chimbote en Línea (Por: Ricardo Ayllón)  No concibo el pasar la Navidad sin mi familia de Chimbote. Pese a que vivo en Lima lo primero que hacemos cuando llega diciembre, con mi esposa y mis dos hijos, es planificar el día en que partiremos al puerto a pasar las fiestas de fin de año.

Desde que tengo uso de razón he recibido la Navidad en casa de mis abuelos maternos, en aquella sala amplia de la enorme vivienda en la avenida Buenos Aires que cruza hasta el otro lado, hasta el jirón José Balta, en el 21 de Abril. Mi casa paterna en Chimbote estaba (está) en Los Pinos, pero horas antes de la Noche Buena siempre, siempre, atravesábamos con mis padres y hermanos Laderas del Norte y El Progreso para llegar al hogar de mis abuelos, y disfrutar de esa inacabable mesa donde jamás dejó de haber lugar para la familia, así esta no pare de crecer.

Lo digo porque ahora que han pasado los años, los primos, sobrinos y nietos se han reproducido a la “n”, y la tradición afortunadamente no ha variado. Siempre están allí, en el comedor principal, el invariable pavo, el champán helado, el chocolate caliente y los panetones esperando por nosotros en una reunión que es cada vez más grande y bulliciosa, aunque más hermosa e inolvidable.

El abuelo nos dejó hace varios años, pero ha quedado mi abuela como una Mamá Grande para disponerlo todo: para calcular de cuántos kilos será el pavo que se horneará este año, para decidir si se hará ensalada o puré de manzanas, para pensar si le pedirá o no a mamá que prepare empanaditas de pollo…

Pero también mis tíos, los hermanos de mi madre, quienes seguramente pondrán en la mesa un panetón de marca novedosa, un vino tinto que complemente el primer brindis o un pisquito casero para asentar la cena.

Y conforme lleguemos a la gran casa, se nos fijará una tarea: unos apoyaremos en la cocina; otro grupo, acondicionará la mesa; otros más, lavarán la cristalería que estuvo sin usarse casi todo el año; y otros tendrán a cargo poner en el equipo de sonido los invariables villancicos.

Una tarea para cada quién, de acuerdo a su edad, según sus habilidades. Y si ese año arriba alguien desde el extranjero, una hija desde España, algún sobrino de Argentina o un nieto de los Estados Unidos, el reencuentro será memorable pues aquello será como el retorno del hijo pródigo a quien hay que agasajar el doble, pues “estuvo perdido y lo hemos encontrado”.

Llegarán las 12 de la noche, nos abrazaremos igual que en misa cuando deseamos que la paz esté en nuestros corazones; alguien subirá el volumen del equipo de sonido, Los Toribianitos se desgañitarán diciendo que “una pandereta suena”, y uno de nosotros correrá a destapar al Niño Jesús en el pequeño Nacimiento levantado en una esquina de la sala.

Entonces nos sentaremos alrededor de la enorme mesa para reafirmar nuestros sentimientos, para reconciliarnos con la vida y prometernos en silencio que este amor filial nos mantendrá unidos siempre.

Me voy a Chimbote, a abrazar a mi familia, alrededor de esa gran mesa que espero todo el año para alimentarme de amor, y para reforzar en el corazón de mis hijos esta tradición que los convierta –poco a poco– en mejores seres humanos.