¿A dónde van las mariposas cuando mueren?

Chimbote en Línea (Por: Víctor Pasco)  Las cálidas horas de un invierno que ya ha muerto. Las voces en mi cabeza entonan su lamento casi con un tono similar al de tu voz, por no decir que es el mismo. Un coro de ángeles y demonios gritando, llorando, lamentándose, peleando ellos mismos; claro, dentro de mi cabeza.

Me acuerdo de ti al volver al viejo barrio. A la casa que pudo ser nuestra y ahora duerme abandonada en un estado imposible, un estado de retrospección y abandono. La casa que pudo ser nuestra ahora bebe todo el día y fuma toda la noche en vigilia…

La casa que pudo ser nuestra la ha comprado el bastardo que ahora duerme contigo y te habla de una vida perfecta.

Olvidemos esto, ¿sí? ¿Qué más quieres de mí? Ya te lo he dado todo y cuando has… ¿desaparecido? he estado de luto durante años. Y aun celebrando otras amantes, te he guardado en un lugarcito especial de mi memoria.

Y hoy despiertas del largo sueño, extiendes las manos, calzas mi cuerpo y reclamas atención…

No puedo seguir viviendo a través de ti, de nosotros –aunque ya no exista ese nosotros–  y viendo que todo lo que pudo ser se extiende a lo largo de las calles, avenidas, horas, semanas, apoderarse de mis años y de mi mundo: ya no puedo seguir asesinándome con tus manos invisibles cada quince días.

Voy a renunciar a ti, a mí, a las horas interminables de insomnio y somnolencia: voy a prender fuego a esta carta, así nunca sabrás lo que dice y así yo creeré que la leíste y nunca quisiste responder, y en mi enojó me despojaré de ti; y al despertar al mediodía, luego de tres días, sabré que no queda nada.

Huiré de esta ciudad como tú has huido y haré de esta realidad de mierda mi realidad perfecta. Aunque los dos sabemos que no es verdad.

Adiós, chica de los patos. Adiós, el largo y tonto adiós que te prometo desde hace mucho y nunca pronuncio. Adiós, niña y mujer que se encendió en mis manos y huyó al amanecer de un día cualquiera. Adiós, diosa de la caza que se encontró sola en el bosque y volvió a la ciudad. Adiós, los perros con corbata que nos acompañaban ahora visten pobremente.

Adiós… adiós, aunque de cuando en cuando volveré a tu ventana a ver qué cocinas y, si disfrazado como un mendigo puedo pretender que me invites un café y hablarte de aquel chico que se hizo hombre en tu cuerpo y ahora odias o has olvidado, quizá me duela oír tu relato o tu silencio, pero al menos te tendré conmigo… te tendré conmigo cada noche que sienta que muero y solo sea la noticia de una orfandad desgarradora que hoy me come la carne y mastica los huesos…

Adiós… es hora de que vuelvas a la ópera de la que te invoqué… adiós… adiós…

(Pintura: Delgado Otero)

 

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