El Jirón Unión del Barrio San Isidro en Chimbote

Chimbote en Línea (Por: Eduardo Quevedo Serrano) El jirón Unión fue nuestro escenario de ardorosos partidos de futbol. Corrían los años sesenta y primera mitad de los setenta. Era entonces una calle de tierra con infinidad de piedrecitas, pero los niños y adolescentes de aquel tiempo jugábamos sin zapatos o con zapatillas rotas.

Cada arco era un par de piedras. Los vecinos salían a gritarnos por tanto pelotazo en las puertas. Y los peloteros también discutíamos, el portero “Lagaña” sufría de ataques epilépticos y a menudo dejaba pasar los goles... la discusión era si esos goles valían o no valían.

El jirón Unión era un pasaje de dos cuadras que iba desde la avenida Aviación hasta la calle Huayna Cápac, y entre cuadra y cuadra cruzaba la calle Manco Cápac. En 1958 mi padre y un puñado de visionarios habían fundado el Barrio San Isidro. El nombre del jirón fue dado por mi papá, en homenaje a la calle Unión de la ciudad de Trujillo donde vivió parte de su vida.

Ángel “Lagaña” Bejarano Bautista era el chiquillo más popular de la calle. Hijo de una familia pobre y decente. No tenía padre, y su madre vendía pescado en el mercado Modelo. Era un palomilla agradable, bromista y hasta un poco cargoso. Su pasión era el futbol. Durante interminables segundos se quedaba como inmóvil, con los ojos blancos y parpadeantes. A estos continuos accesos epilépticos, los chicos de entonces referíamos como: “Lagaña está blanqueando”.

Mi casa quedaba en la esquina de la avenida Aviación y el jirón Unión. Pude juntarme más con los muchachos de la Aviación, pero hasta mediados de los ‘70s en que cumplí los quince años, la Unión fue siempre “mi calle”. Y el futbol fue nuestra principal distracción. Empezamos pateando una pelota de plástico, luego balones de jebe, y después pelotas de cuero a las que introducíamos pedazos de cartón para evitar que la cámara reventara entre los paños descosidos.

Durante las décadas del sesenta y setenta, el jirón Unión tenía el típico aspecto de cualquier calle de los barrios próximos al casco urbano de Chimbote. Era polvoriento y sólo la primera cuadra tenía vereda. Las casas eran construcciones rústicas de esteras o adobes, una que otra era de ladrillo, y no faltaban las viviendas con paredes de “quincha”, consistente en una trama de cañas recubierta con barro. La mayoría no tenía agua potable, desagüe, o electricidad. A mi casa, por ejemplo, estos servicios básicos llegaron en diferentes momentos del año 1977, y el primer televisor blanco y negro en mayo de 1980 cuando yo ya tenía 19 años de edad.

En aquellas épocas también jugaban con “Lagaña”: su hermano “Kalimán” Raúl, defensa recio que rompía el balón sin miramientos; el siempre empeñoso Manuel “Maño” Pinedo Pérez; los hermanos Ángel y Will Pinedo Bocanegra, técnicos y exquisitos con la pelota; los “gringos” Jaynor y Neiser Pereyra Utrilla; los hermanos “Pito” y “Curro” Cano Iraita; el “Zurdo” Kike González y su hermano “Papayo” Rubén; mi hermano Pepe y yo, ambos defensas más preocupados por mi padre que por la pelota, pues siempre jugamos a escondidas de él.

Nuestras madres a menudo interrumpían los partidos para enviarnos por algún mandado, por ejemplo, comprar vinagre para la cocina. Íbamos con una pequeña copa de vidrio de dos onzas, la cual era llenada hasta el borde, y debíamos regresar a casa sin derramarla. No era fácil. Los barrios pobres siempre tuvieron más perros que gente. Nos asustaban con sus ladridos, y más de una vez nos mordieron. Cuando yo avistaba un perro agresivo, lo evitaba dando una vuelta completa a la manzana. Allí me nació un miedo por los perros, que ya nunca pude superar.

En las casas se cocinaba en primus a querosene. La ropa se lavaba a mano los fines de semana, y se la planchaba con una plancha a carbón que tenía la figura de un gallito sobre la tapa. De tal suerte que había que ir a comprar querosene y carbón a las “caseras”: Una era doña Santos Ávila Luján, quien vivía en “La Curva”, Manzana 1 Lote 11 de la Urbanización 21 de Abril A. El otro negocio era conocido como “La Ventanita”, pertenecía a la familia Ibarra Minchola, y quedaba en la Manzana 32 Lote 1 Zona B de la misma urbanización. 

Al final de los partidos disfrutábamos de una raspadilla. La vecina Eusebia “Cheva” Corales tenía un pequeño negocio de refrescos frente a su puerta. La broma usual era que debía darnos una “yapa” para compensar el hecho que su marido Augusto nos “robara” parte de las películas que veíamos en el antiguo Cine San Isidro. Su esposo era el proyectista de los filmes y tenía instrucciones de cortar pedazos de la película para poder terminarla a tiempo y, en una bicicleta, llevar la cinta a la siguiente sala que debía exhibirla.   

Por aquellos tiempos llegaban a la Unión los famosos “aguateros”. En algunos barrios de Chimbote el agua todavía se acarreaba en cilindro, sobre un triciclo o sobre una carreta tirada por un burro. Pero los “aguateros” de mi barrio manejaban unos camiones carcochas que hacían arrancar girando una manivela grande en la parte frontal, y transportaban tanques oxidados y agujereados. Cuando no llegaban por su propia cuenta, los buscábamos por las calles. Si no los hallábamos, caminábamos hasta su abastecimiento inicial: “La Bomba”, ubicada al final de lo que llegaría a ser el Pueblo Joven San Francisco de Asís. Volvíamos felices trepados en el camión. Los “aguateros” vendían el agua por lata, y cuando se marchaban dejaban un charco de barro desde la calle hasta el interior de la casa.

Mientras pateábamos la pelota, a diario veíamos pasar a un afilador de cuchillos. Era el vecino Encarnación Moore Estrada, quien vivía en la vivienda Nº 360 de la calle Huayna Cápac. Empujaba una pequeña estructura de madera asentada sobre una rueda y a una antara le arrancaba una tonada. Las vecinas sacaban sus cuchillos y tijeras. Él asentaba su caballete en el suelo, y con un pie rítmicamente hacía funcionar un sistema sencillo de polea, faja y eje que hacía girar al esmeril. Nacido en la sierra ancashina y establecido en Chimbote, era uno de los tantos vecinos que se ganaba el pan con el honesto sudor de la frente.

Cuando yo no jugaba futbol, y tenía tiempo libre, me sentaba en la vereda del carpintero Rufino Obregón. Tenía un aserradero grande con muchos operarios, clientes y máquinas que saturaban de ruido al jirón Unión. Costales de aserrín eran comprados para limpiar el piso del legendario bar “Los Claveles” más conocido como “El Frontón”. A la desaparición de éste en 1971, sacos de aserrín iban al bar “La Balsa”, heredero de la clientela y la dudosa reputación del primero. Durante mis horas frente al aserradero adquirí la primera vocación de mi vida: la carpintería. Una pasión que ha coqueteado conmigo desde siempre, sin llegar a establecerse como mi compañera definitiva.

(En la foto: Años  ‘60s.  Esquina  de  la  Avenida  Aviación y  el  Jirón  Unión.  Hermanos  Alberto  (Beto), Fernando (Pepe) y Eduardo (Chato) Quevedo, autor de la nota). 

 

Hacia mediados de los setenta los peloteros de la Unión fuimos tomando nuestro propio camino y terminamos por desagruparnos. Yo me mudé a pelotear a la cancha de tierra de la Urbanización 21 de Abril, a un costado del Colegio Santa María Reina, donde actualmente se ubica el parque “Juan Valer Sandoval”. Tiempo después, algunos amigos de mi niñez fueron dejando este mundo: Un día del año 2008, y cuando tenía 50 años de edad, a “Kalimán” lo fulminó un infarto cardíaco. Tres años más tarde, Ángel Pinedo, también se marchó.

“Lagaña” nos dejó mucho más temprano. El último día de 1977 se fue a pescar a cordel al Muelle Pena del Barrio Miramar, le sobrevino un acceso epiléptico y cayó al agua. Jamás vio las luces de bengala del Año Nuevo. Tenía tan solo 17 años de edad. Su velorio fue uno de los más concurridos en la historia del barrio. Conscientes de la humildad de su familia, nadie llegó con las manos vacías. Fuimos niños aquellos tiempos en que discutíamos sobre la validez de los goles cuando “Lagaña blanqueaba”. Éramos adolescentes cuando acordamos detener la pelota hasta que el acceso le pasara. Y fuimos jóvenes cuando lo cargamos hasta su última morada.

En 1984 me mudé a Trujillo y residí una década en esa ciudad, luego viví otra década en Londres, Inglaterra, y actualmente llevo una década más en New Hampshire, USA. He vivido en diversas calles del mundo. Y cada una de ellas guarda recuerdos bellos y memorias decisivas de mi vida.

Pero, en términos de identidad, cuando alguien me pregunta: ¿Cuál es tu calle? “El jirón Unión”, respondo siempre.

Calle que es como la película en blanco y negro de mi niñez. Y que hoy las nuevas generaciones la llenan de colores, y miran al futuro con optimismo. (Del blog Confesiones a un árbol) 

 

 

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