La eficacia de la incomunicación (Crónica de Ricardo Ayllón)

Chimbote en Línea.- La casa de Hernán, mi hermano, está a casi una hora del aeropuerto. Su camioneta negra avanza a 120 kilómetros por hora en una telaraña de autopistas que él intenta desenredar explicándonos a qué parte de la ciudad conduce cada una. Pero le entiendo muy poco. Los Ángeles de noche, mirado a esta velocidad y desde esta vía amurallada, no me dice mucho.
Unos minutos después, sin embargo, liberados de los interminables muros, una pista de doble sentido nos ofrece la vista de restaurantes, parques, edificaciones estatales, todo de gran tamaño y con el espacio suficiente para parquear con holgura: lo primero que empiezo a envidiar.

Camino a Whittier, la pequeña ciudad dentro de la grande donde vive mi hermano con su familia, el paisaje se vuelve menos raudo y por fin lo veo todo mejor. Desde el asiento de atrás, papá complementa con ciertos detalles: me muestra los famosos malls, carwash de autoservicio, restaurantes de toda clase de comida, a la vez que narra viejas anécdotas de su larga estadía en esta ciudad que ya lleva en el corazón.
En menos de una hora entramos al barrio de Hernán, y compruebo que no es igual que divisarlo desde las fotos estáticas del Google Earth. El aire, la serenidad, el silencio, el confort. Amplias casitas de madera me recuerdan al barrio de Kevin Arnold, de la serie “Los años maravillosos”, y me hacen caer en la cuenta, recién, que esto es Estados Unidos.

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Jessica, mi cuñada; Sebastián y Adriana, sus hijos, nos reciben con alegría. Mi sobrina ha preparado un cartel de bienvenida, yo me emociono y le digo a Leo, mi hijo, que de cajón unas fotos con la bonita pancarta. Hernán nos lleva a la cocina, sirve un arroz chaufa que no tiene nada que envidiar al de Perú y un refresco de maracuyá tan bueno como el que hacemos en casa. Pero esto tiene que celebrarse con un trago.

Mi hermano me pide acompañarlo al “licuor” (tienda) más cercano, y he aquí una singularidad: las bodegas son enormes, casi como un minimarket en el Perú, y la variedad y cantidad de productos supera ampliamente lo que uno puede hallar en una bodega peruana.

Vamos directo al freezer, sacamos un six pack de cerveza Corona, y, totalmente mudo, Hernán le entrega diez dólares al oriental detrás del mostrador; este también atiende en silencio, se limita a pasar el código de barras por la maquinita que lee los precios, recibe el dinero y entrega el vuelto. Sin decirse media palabra han hecho una transacción impecable. He aquí la eficacia de la incomunicación, de una indispensable incomunicación entre dos extranjeros que, de intentar hablarse, echarían a perder tan linda compra. Beneficios de país multilingüe, de mezcla de culturas y sangres, de todas las sangres.

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Debí haber calculado que la chela iba a caerme mal. Emocionado, olvidé mi gastritis y la panza se me hinchó como una pelota con la primera botella. Pero no dejo que esto eche a perder mi alegría. Leo y Sebastián, en la habitación de éste, se entienden en el lenguaje universal del Play Station; y mi padre, mi hermano y yo nos ponemos al día con las noticias de la familia en el tranquilo jardín de la casa.

Hernán hace un alto y me advierte de la presencia del Paso o Tacuache, un animal nocturno más grande que una rata pero más lento que una marmota que acostumbra andar con sus crías por las paredes lindantes del barrio. “No vayas a tenerle miedo”, se apura en explicarme, “es inofensivo, ciego, inútil y vive debajo de la tierra. La verdad no sé cuál es su gracia”.

Hace un tiempo fresco en Los Ángeles. Salimos a despedir a papá que mañana vendrá temprano a buscarnos para presentarnos –oficialmente– la ciudad. Antes de acostarme y tras instalar mi “oficina-cama” a un costado de la sala, empiezo a escribir estas líneas. (Por: Ricardo Ayllón)

(Foto. Ricardo Ayllón)

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