Escrito entre nubes (Crónica de Ricardo Ayllón)

Chimbote en Línea.- Obviando la vez que llegué a La Paz a los nueves meses de edad en brazos de mi madre, y sin tomar en cuenta que a los once años pisé Huaquillas (medio minuto más allá de la frontera peruana con Ecuador) puedo decir con vergüenza que esta es mi primera salida oficial del Perú. Es la una de la tarde en el aeropuerto Jorge Chávez de Lima y el Boeing acaba de levantar la nariz rumbo a Los Ángeles, a donde viajo con Leonardo, mi hijo querido.

Vamos en los asientos del centro y casi en la penúltima fila de la inmensa ave de acero. Desde aquí la vista del cielo es nula, y peor todavía ahora que cierran sus escotillas la rubiecita del extremo derecho y la anciana oriental del ala izquierda. Pero volamos tranquilos. Leonardo prueba sus audífonos y selecciona su peli mientras hacemos hambre viendo a las azafatas moverse perezosamente distribuyendo el almuerzo. Desayuné como a las seis de la mañana por eso ahora las tripas me suenan desvergonzadas y el olor de la comida es una bella tortura.

Enciendo la pantallita frente a mí, instalo mis audífonos y… maldita sea, ¡no funcionan!  ¿Ahora qué? Menos mal me traje un par de diarios limeños y “Roverandom”, la bella novelita infantil de J. R. R. Tolkien que inicié esta misma mañana. No es suficiente lectura para las siete horas de vuelo. Pero no queda de otra.

Por ratos este tubo alado se sacude más de la cuenta. Turbulencias que llegan sin avisar y se van tal como llegaron, y yo entrando y saliendo de la angustia a la velocidad de un  hipo. Pero las azafatas han avanzado más rápido de lo pensado, y ya las tenemos sobre nosotros con sus carritos rezumando guisos desconocidos que no huelen mal.
Cierro la laptop para darle gusto al estómago.

* * *

Resignado a no tener audio vuelvo sobre esta maquinita para consignar cómo va el vuelo: el almuerzo, bastante frugal, dos alternativas de potajes, una de pollo y otra de carne roja. Elegí la primera y me tocaron pedacitos del ave nadando en una espesa salsa oriental acompañados de arroz, puré y extrañas verduras. Un menú ralo que se me quedó en el diente.

Abro mis diarios limeños y me adormezco con las últimas novedades de la política local, así que decido protestar por mi audio en mal estado, mas detecto con rabia que al personal de servicio se le ha ocurrido desaparecer de la cabina. Aquí estoy entonces, concentrado en la novelita de Tolkien para ver en qué acaban las aventuras de Rover, el perrito convertido en juguete por el mago Atajerjes. Complacido con el viaje, Leonardo se dispone a ver su segunda película.

* * *

Seis y treinta de la tarde, hora de Lima. En estos momentos mi Kely debe estar haciendo hígado en la intransitable Javier Prado, de regreso a casa. Micaela y mamá la esperan mirando la tele, y aquí, a mi lado, Leonardo ha cerrado los ojos intentando perderse en un sueño. Según el mapa interactivo de la nave andamos sobre el cielo de Guadalajara, faltan casi tres horas de vuelo y yo solo pienso en

“Guadalajara es un llano, México es una laguna”, esa lejana ranchera que de chiquillo me la sabía completa y de la que ahora no puedo pasar de un solo estribillo. Qué poco sé del mundo, qué nada sé de la vida. Yo y mi vidita limeña peruana en el Perú, como diría el poeta. Vamos a ver cuánto me enseña este país que estoy a punto de pisar. Será apenas una veintena de días y sin embargo algo de él aprenderé, o algo de mí que no conozco me mostrará mi sentimiento sudaca.

Cuarenta y cinco años sobre este tibio planeta y animarme recién a dar un recorrido ajeno a mi peruana humanidad. Un cholo más en tierras gringas que llega a gastarse unos dólares. El mapa del avión hace un nuevo acercamiento y ahora señala que estamos sobre Durango. Allá abajo, México es un  topograma verde y brillante.

Pero pronto oscurece en la cabina, enciendo el foquito superior de mi asiento y calculo que son las siete de la noche en Lima. Una leve jaqueca me lleva las manos a las sienes y las letras en este ordenador se me hacen chiquititas, chiquititas. Doy otro sorbo al vaso de vino (que me ofrecieron tras comprobar que lo mío no era problema de audífonos sino de mala configuración de audio), y no siento el dulce letargo que siempre me brinda un tinto en mi tierra. Pero no importa, el sonido de la vajilla nos llega clarito y compruebo que es la cena aproximándose. Antes que ordenen no circular por los pasillos, corro un ratito al baño.

* * *

Nueve y pico de la noche hora peruana. Aterrizaje brusco pero seguro. Siete horas de exactas de vuelo y Leonardo y yo ponemos el reloj de nuestros celulares a la hora local. Mientras el avión descendía, Los Ángeles nos mostró parte de su gran testa de luces y edificios ciclópeos. Respiramos hondo y sacamos el equipaje de mano. Fuera, en alguna parte del aeropuerto internacional de Los Ángeles, mi padre y mi hermano aguardan ansiosos. (Por: Ricardo Ayllón)

(Foto: Internet)

 

 

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