La carrera interminable

“Correr en las mañanas por el malecón de Barranco,
cuando la humedad de la noche todavía impregna el aire
y tiene las veredas resbaladizas y brillosas,
es una buena manera de comenzar el día”.
 
Mario Vargas Llosa

(Por Ricardo Ayllón - El Ornitorrinco) No soy un corredor empedernido, de aquellos que trotan religiosamente cada madrugada como si se prepararan para la gran maratón de su vida.

Soy más bien del tipo de corredores que lo hace cada cierto tiempo y por motivos diferentes, por ejemplo cuando llego a una ciudad nueva y quiero saber qué aroma tiene su brisa matutina, las veces en que debo hacer un esfuerzo físico mayor que el habitual y al no lograrlo descubro que he descuidado mi anatomía, o cuando recuerdo que el correr de madrugada es una de las mejores formas de despejar la mente y buscar nuevos temas para mi literatura.

Lo cierto es que corro desde la adolescencia. Al principio lo hacía con mis amigos de la urbanización Los Pinos, en Chimbote: toda la patota invadiendo el ala izquierda de la carretera Panamericana Norte desde la puerta del Vivero Forestal hasta el desvío donde inicia la pista al Cerro de la Paz. Sin embargo, esta no ha sido la única ruta que mis pies han trazado por las madrugadas.

Desde que salí de Chimbote a los dieciséis años, no paré de alternar paisajes e itinerarios.

Durante mis años en la Universidad de San Marcos, elegí las carreteras más cercanas a los lugares donde viví: he trotado por la vertiginosa avenida Universitaria; por la peligrosa y bullanguera berma central de la avenida Perú; y por la tranquila y arborescente calle 28 de Julio, frente a la Universidad Católica.

Soy poco aficionado a correr en los parques. Pese a que sus árboles y sus florestas brindan al deportista la posibilidad del aire puro, siempre me pareció una bobería el darle vueltas y vueltas al mismo circuito como un desequilibrado.

Quizás solo cedí al desencanto de esta forma de correr cuando existió una motivación más sugestiva que la del mero ejercicio: una mujer bella.

Me ocurrió una sola vez, y no precisamente en un parque, sino en el Estadio de la Universidad de San Marcos, cuando fui para allá a regañadientes acompañando a un camarada de mi pensión de estudiantes.

Allí descubrimos a dos angelitos en licra que –religiosamente– le daban más de 10 vueltas a la pista atlética del campo de fútbol todos los días sin derramar una sola gota de sudor.

Embobados y temerosos, íbamos tras ellas esperando el mejor momento de hablarles. Pero eran dos muchachas demasiado abstraídas en lo suyo, en ejercitar realmente su cuerpo y exigir sus músculos al máximo.

Solo unos años después descubrimos que se trataba nada menos que de Deborah de Souza y Katya Escudero, sanmarquinas como nosotros (la primera estudiante de Odontología y la otra de Medicina), y ambas Miss Perú por añadidura. Casi nada.

Pero el correr en ciertos períodos de la vida se me ha hecho tan necesario que insólitamente he llevado la costumbre hasta el límite. Solo por saber qué se siente he trotado, por ejemplo, en ciudades de muchos metros de altura sobre el nivel del mar, o en algunas totalmente desconocidas, arriesgándome a ser asaltado o extraviarme en la aventura.

Correr a las cinco y media de la mañana por la carretera que lleva a la salida de Huaraz, sintiendo la helada andina a la vera de grandes eucaliptos y con la vista lejana del imponente Huascarán, es una experiencia que no tiene precio.

Trotar por la carretera de penetración hacia el Bajo Piura, es otra cosa: el bochorno madrugador resulta imperceptible si uno se deja extasiar por el vaivén perezoso de los algarrobales y por las carreritas ligeras de los arenales atravesando el asfalto.

Abandonar con trancos matutinos la pintoresca Villa Rica, en la selva de Pasco, recordando con temor las fábulas de tunchis y chullachaquis, le da sin duda un valor agregado al mero esfuerzo físico.

En suma, internarse por los breñales y trochas de ciertas aldeas e ir al encuentro de la copiosa naturaleza peruana, es la mejor compensación ante ese cansancio mañanero que a más de uno puede resultarle absurdo.

Una de las cosas de las que estoy seguro, es que nunca competiré en una maratón. Por eso no aspiro a un físico de atleta y hasta ostento esa inocultable panza que emerge en la mayoría de varones con el paso de los años. Lo único que anhelo es mantener un corazón sano.

Según las estadísticas médicas, el correr cuarenta minutos al día purifica la sangre, previene la diabetes y alarga unos años la vida. Por eso ahora aprieto el paso en esta nueva ruta que me mantiene activo: la carretera que une el distrito de los Baños del Inca con Cajamarca.

Y el paisaje ayuda mucho: decenas de vacas dando brillo a las pasturas aledañas, y fastuosas columnas de molles saludando la presencia de los corredores. Tomo aire con fuerza una vez más, y me digo que el único color de la felicidad es el de este clarísimo sol cajamarquino desperezándose imponente cual un dios verdadero.