Buses y deposiciones

Chimbote en Línea (Por: Ricardo Ayllón) Mientras cruzaba presurosamente la carretera Panamericana por uno de los altos puentes peatonales, David pudo distinguir a un niño bajándose el pantalón entre crecidos y sucios matorrales. Lo vio pujar con denuedo para que su defecación saliera lo más rápido posible, y entonces, abrupta, frenéticamente, apareció en su memoria aquella imagen análoga que lo ha asediado toda la vida:

Durante los últimos años de su niñez, en Chimbote, se puso de moda ir a comprar calzados a Trujillo, y su padre llevó a David un día para allá en busca de sus zapatos de colegio. La mañana entera recorrieron sin descanso galerías y mercados, y por fin a las dos de la tarde hallaron el par perfecto.

Agotados y hambrientos, almorzaron opíparamente en un puesto del mercado. Pero, media hora después, por la insolencia de un ingrediente que afectó solo a David, se le aflojó el estómago llegando a las oficinas de “El Águila”, la empresa de buses que los llevaría de regreso al puerto.
David se puso pálido, hizo gestos de apuro y su padre no conseguía que le prestaran las llaves del baño de esa agencia terrosa y casi desolada.

El pobre no soportaba más y su padre lo sabía. Entonces se lo llevó corriendo tras unos viejos buses estacionados al fondo del gran patio de tierra. David se mimetizó lo mejor que pudo entre los ruinosos buses, y allí pujó y pujó asido de la férrea pierna de su padre para no perder el equilibrio. Mientras terminaba con lo suyo, su padre sacó del bolsillo trasero y desgarró con los dientes su hermoso pañuelo para que le sirviera de papel higiénico.

Entonces una imagen aún más remota le sobrevino a David en ese instante: la de su calzoncillo inmundo en la escuela de primaria:

Ocurrió una mañana de junio. David llegó a la escuela con el estómago flojo y, traicionando sus escrúpulos, pidió permiso de ir al baño. Fue una prueba larga y difícil, era la primera vez que acudía al baño en hora de clases e ignoraba que el papel higiénico (inexistente junto a los inodoros) había que pedírselo a la maestra antes de salir del aula. Tuvo que usar su amada trusa con estampado de Hombre Araña.

El corazón se le hizo un nudo mientras la doblaba una y otra vez para asearse con ella lo mejor posible. Cuando estuvo totalmente inmunda y supo que era inservible, la lanzó con fuerza hacia el jardín de la escuela. Allá fue a dar la pobre, refugiada para siempre entre un enorme helecho y unas abundantes matas de laurel.

A su padre no le dijo nada sobre aquello, bastó con que se lo contara a su madre el mismo día en que ocurrió. En lugar de compadecerse de su apuro, ella se mató de risa mostrando sus impecables y juveniles dientes que la hacían tan hermosa.

–Pero ese niño al pie del puente se limpió únicamente con las hojas de los matorrales –termina entonces de contarme David a través del chat.

Y yo imagino a ese muchacho allí, tan cerquita de la peligrosa carretera Panamericana, sintiendo el rumor violento y bullicioso de los grandes buses que llegan y abandonan la ciudad con prisa.
“Deposiciones y buses. Buses y deposiciones…”, pienso ociosamente ahora que algo en el estómago me obliga a cerrar mi cuenta de Facebook y enrumbar con prisa al baño. Segundos antes de ocuparme, el bramido salvaje de un viejo bus de Chinchaysuyo ataca sin piedad mis pobres intestinos.
 

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