Flores de Caracucho

Chimbote en Línea (Por: Guillermo Martínez Pinillos)  Las últimas flores de Caracucho se cayeron en el verano de 1999. Hasta entonces -y desde tiempo inmemorial-, la Plaza de Armas de Santa había lucido –en toda su variedad- dos arbolitos artríticos y de ramas dislocadas de Plumeria Rubra, que es su elegante nombre. Ellos no sobrevivieron a la modernidad y sus flores sencillas y de aroma suave dejaron de participar del folklore de chismes y averiguaciones en la vieja y casi pentacentenaria Villa, ubicada en la margen derecha del río Santa a 420 kilómetros al norte de la ciudad de Lima.

La Plaza de Santa María de la Parrilla no había sido dispuesta originalmente ahí. La pequeña parra de vid -a la que debió su nombre de bautizo español- había sido sembrada en el pueblo español destruido a finales de los 1600 años de nuestro señor; aquel Pueblo Viejo del cual no queda más que el recuerdo de pocos ancianos, y que se ubicaba cerca del caserío de Casa Colorada (donde ya tampoco queda casa colorada alguna), en las proximidades del borde litoral.

Pero los dos caracuchos en mención no tenían tanta edad. Solo la suficiente para haber columpiado infancias en sus ramas caprichosas, para ser guarida y refugio de díscolos adolescentes y para adornar nuestros recuerdos con unas franciscanas flores de cinco pétalos que caían como en racimos hacia el suelo.

A principios de los 90 mi generación heredó y tomó por asalto el parque. La nochecita se empezaba a abrir, como una puerta al nuevo paraíso, en el que aprendimos de todo y a la vez. Quien haya vivido en un pueblo como el mío, lleno de primos y hermanos, podrá conocer de los bordes poco claros de la prudencia y de las libertades -santas y non santas- que se ejercitan antes de los veinte.

Cada noche, una descomunal muchachada de mi pueblo, urdía sus inocentes atropellos en una banca que estaba junto a los dos hermanos vegetales. Hacíamos largos rosarios con sus flores; nos emborrachaba ese aroma y otros que de ahí mismo salían. Se mezclaba el licor de nuestra sangre con la luz amarilla de nuestro parque. A media noche era esta una plaza tomada. Apretados todos sin saber cómo en una sola y pequeña banca de madera,
descansando después del juego de lingo, o de la botella borracha, o de la pega, o del salchipollo-sanguchón-chifa colectivo, o simplemente de la risa. Aprendimos a querernos debajo de esos dos arbolitos.

Cuando se modernizó la Plaza –y la convirtieron en Plaza Mayor- esos dos árboles fueron talados. No con poca resistencia de los que se acercaron a defenderlos y llevarse sus ramitas aún calientes a sembrarlas en su propio jardín. Murieron los dos caracuchos y ningunos de sus gajos brotó, dejándonos la pena del adiós. Junto a ellos se iba yendo parte del paisaje tradicional del pueblo. Desapareció el Banco de la Nación de madera, la estructura imponente del Mercado Cooperativo, la casona de madera abandonada hasta con un automóvil en la cochera, la Iglesia dominica, el Quiosco-Librería Amauta y la venta de rapadillas de la doña Gringa en la esquina.

Alguna vez se ha intentado descubrir la edad que  tenían cuando fueron arrancados, pero ningún santeño ha logrado tener precisión. Este arbolito sencillo, que tiene un arraigo histórico y muy fuerte en nuestro continente. La Plumeria Rubra o Caracucho existe, desde el arriba hasta abajo, en toda la región tropical de América Central y del Sur. Vive también en la polinesia y es famosa porque es el collar de flores con que reciben a los visitantes en Hawaii y Tahití. En nuestro país es también famoso porque forma parte de las variedades de la limeñísima Pampa de Amancaes de las tradiciones.

Hace pocos días Santa ha celebrado su fiesta chica. La semana del aniversario 452 de su fundación ha transcurrido casi sin querencia para mí. Cada vez es más distante. Como esos dos caracuchos difuntos, los que ya no estamos nos hemos marchado con nuestros colores y aromas; aquellos que completaban el paisaje pueblerino, por eso todo parece distinto. He vuelto varias veces a extrañar mi casa, mis amigos –hermanos- y a mi barrio. A
esperarlos en algún rincón, silbando códigos, planeando paseos al puerto, tardes de sandboard, domingos de bicicleta, campamentos en el infiernillo, excursiones al campo, el lavandero, la huaca choloque, el lirón.

Pero aún en las visitas, las llamadas o los chats –de estos modernos tiempos-, recordamos a esos dos arbolitos de nuestra juventud, que hoy viven tan sólo en nuestro recuerdo. Estas líneas no sólo son para la nostalgia, si no para la esperanza. No ha desaparecido del todo esa variedad en Santa. En el Jirón Apurímac, hay dos plantitas jóvenes de Caracucho. Cuando por fin florezcan ¿será que nos volveremos a ver?

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